VALENTINA

—No —me dice David Tristán, mientras niega con la cabeza. Su voz es baja, pero firme. Tiene ese tono que usa cuando ya tomó una decisión y nada podrá hacerlo cambiar.

—Necesito que me escuches —le pido, conteniendo la frustración que empieza a hervirme en el pecho.

—No, es un no rotundo —responde, cortante, dándose media vuelta. Camina unos pasos por la sala, pasa una mano por el cabello y suspira—. No estoy de acuerdo y no me gusta. Pensé que regresabas para quedarte conmigo, no para avisarme que te unirás como representante de los niños en conflicto por el narcotráfico… y con las madres buscadoras. No.

El silencio que sigue pesa más que cualquier grito.

Lo observo con detenimiento. Sé que no era la conversación que Tristán quería tener conmigo en este instante, pero algo que aprendí de él es que hay que decirle las cosas, dejarlas reposar unos días en su cabeza para que las piense. Nunca ha reaccionado bien a las sorpresas, y mucho menos a las que le despiertan miedo. Por eso no podía esconderle nada.

—Tristán —digo al fin, dando un paso hacia él—. Sé que ahora no lo entiendes, pero es algo que tengo que hacer. Por lo que viví, por lo que pasó con mi familia. No puedo fingir que no sé lo que pasa, que no vi lo que vi.

—¿Y crees que exponiéndote otra vez vas a cambiar algo? —me interrumpe, con la voz cargada de rabia y desespero—. ¿Qué pasa si te sucede algo, Valentina? ¿Dime? —da un paso al frente, y sus ojos me buscan, dolidos, desbordados—. Estuviste lejos de mí por meses y me volví loco. No quiero pensar qué pasará si un día…

Me acerco a él y le doy un abrazo. Una vez más me impresiona su altura, la solidez de su cuerpo, esa mezcla de fuerza y calma que siempre me ha hecho sentir a salvo. Su pecho es cálido, firme, y por un instante deseo que el tiempo se detenga ahí, en ese pequeño respiro donde todavía todo parece posible.

—¿Qué, no me quieres? —me pregunta, con una media sonrisa que intenta disimular el temblor en su voz.

—Te amo —respondo sin dudar—. Y por eso he venido a decírtelo personalmente. Porque no quiero que te enteres por alguien más. Quiero las cosas claras y quiero… —respiro hondo, la garganta me arde— quiero saber si estás dispuesto a llevar una relación así.

Tristán se separa apenas. Sus manos siguen sobre mis brazos, pero su mirada cambia. Se vuelve seria, profunda, casi dolida.

—Sé que no es la relación que deseas —continúo, bajando la voz—, pero también volví porque te extraño, porque te amo. Y…

Tristán me interrumpe con un gesto suave. Me acaricia el rostro, despacio, con el pulgar recorriendo mi mejilla.

—¿Me estás proponiendo ser novios a distancia… para distraer mi atención de lo que me estás diciendo? —pregunta con una leve sonrisa que no logra ocultar la preocupación detrás.

—No para distraer tu atención —respondo—. Lo hago porque… —Suspiro.

—Porque si no acepto lo que quieres hacer, no hay forma de que tengamos una relación —completa él, con una calma que me desarma.

Lo miro. Esos ojos color miel siempre han tenido el poder de atravesarme el alma. Hay algo en ellos, una tristeza vieja, un amor que no se rinde.

—Tristán… —digo, apenas un susurro, como si su nombre fuera la única verdad que pudiera sostenerme.

Él baja la mirada por un instante, y luego la vuelve a levantar.

—No sé cómo hacerlo, Valentina —admite, con voz ronca—. No sé cómo amarte y al mismo tiempo dejarte ir a terrenos que sé son peligrosos. Me aterra yo estar acá y tú allá y… 

Se escucha el llanto de Michele en la habitación de Ana Carolina y Dante, como si su pequeño llanto quisiera recordarnos lo esencial: la vida sigue, incluso cuando el corazón se detiene.

—Es que tienes que estar acá. Eres padre y… —digo, intentando mantener la calma.

—Sé que soy padre —responde, alzando un poco la voz—. Pero yo también quiero que tú estés conmigo. Pensé, por un segundo, que venías a quedarte conmigo, a formar una vida juntos… y me sales con esto. —Su voz se quiebra en la última palabra. Está enojado, sí, pero debajo del enojo hay miedo.

—Tristán… —susurro, dando un paso hacia él.

Él se aparta apenas, como si temiera que un solo abrazo lo hiciera ceder.

—Tristán, mírame. —Espero a que lo haga. Cuando al fin levanta la vista, su mirada está cargada de todo lo que no puede decir—. Te amo. Y quiero formar una vida contigo. No hay un solo día en que no lo desee. Pero no quiero pasar de un encierro a otro.

Él frunce el ceño, confundido, herido.

—¿Encierro? Jamás te mantendría encerrada. 

—Lo sé—respondo con voz baja, pero firme—. Lo que quiero decir es que estar contigo significa atarme a reglas a status que me impedirían auto decubrirme. No quiero pasar la vida sin saber quién soy y lo que puedo lograr. Y, aunque te amo, necesito saber labrar mi propio camino, más allá de ti. No puedo ser solo la mujer que pasó de un cautiverio a otro.

Tristán se queda en silencio. Puedo ver el conflicto en su rostro, el amor y la rabia peleando por el mismo espacio.

—Necesito hacer esto —continuo—. Por mí, por lo que viví, por lo que le pasó a mi madre. Por todas las que no pudieron hacerlo. No es una aventura, Tristán. Es una promesa que me hice para sobrevivir.

Doy un paso más hacia él.

—No te estoy pidiendo permiso. Solo quiero que lo sepas. Que entiendas que esto no cambia lo que siento. De todas formas, siempre te voy a amar. Y voy a seguir enamorada de ti, aunque no estés de acuerdo.

Tristán suspira. Se nota que está enojado y desilusionado. Sus hombros tensos, la mandíbula apretada, los ojos fijos en el suelo como si buscaran una respuesta que no existe. Yo quisiera acercarme, borrar su enojo con un beso, con el roce de mis manos sobre su piel, con el consuelo de su cuerpo contra el mío. Tengo ganas de sentirlo, de recordarle lo que somos cuando el mundo se detiene. Pero sé que este no es el momento.

—Estaré aquí unos días —le digo, rompiendo el silencio—. Después regresaré a México.

Él levanta la cabeza, sorprendido.

—¿No te quedarás conmigo? —pregunta, con una mezcla de incredulidad y tristeza.

—No… hoy no. —Respiro hondo, intentando que la voz no me tiemble—. Necesito que lo medites. Necesito que lo aceptes… te quedes o no conmigo. —Mi voz suena más firme de lo que esperaba—. Me estaré hospedando en el hotel de la otra vez.

Tristán asiente apenas. Sus labios se abren, como si fuera a decir algo, pero no lo hace. Sólo me mira. Esa mirada suya —mitad reproche, mitad amor— me atraviesa por completo.

Doy un paso hacia él, sin pensarlo. Poso una mano sobre su mejilla, y cuando sus ojos se suavizan, lo beso. Despacio. Con ternura. Un beso corto, pero lleno de todo lo que no me atreví a decir.

Él no me detiene. Tampoco me retiene.

Me aparto sin decir más, tomo mi abrigo y camino hacia la puerta. El sonido del pestillo al abrirse se mezcla con la respiración contenida de Tristán. Antes de salir, me vuelvo una última vez. Está allí, de pie, inmóvil, con los ojos perdidos en algún punto entre la rabia y el amor.

Cierro la puerta con suavidad. El silencio que queda detrás es tan profundo que parece una despedida.

Y mientras avanzo por el pasillo, con el corazón latiéndome en la garganta, sé que lo amo más que nunca. Pero también sé que, esta vez, amarlo no significa quedarme. No todavía. 

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *