VALENTINA
No pude dormir en toda la noche. Me di vueltas entre las sábanas, con la mente repitiendo cada palabra que le dije a Tristán. Cada gesto, cada silencio. Terminé por rendirme. Tomé el cuaderno y decidí escribir.
Le escribí a la oscuridad hasta que el amanecer empezó a filtrarse por la ventana. Me sentía culpable. Vacía. Sé que arruiné la sorpresa de mi regreso, que tal vez él esperaba otra historia, una más simple, más cómoda. Pero también sé que no podía callar. En el pasado ya lo hice, y me costó demasiado. Ocultar verdades me llevó a perder a Tristán; no pienso volver a hacerlo.
Cuando el sol asoma, cierro el diario. Afuera, Madrid comienza a despertar con ese ruido suave de ciudad viva: motores lejanos, pasos, algún que otro pájaro entre los árboles. Me levanto, estiro los brazos y voy hacia el balcón. El aire fresco me despeja un poco. El cielo tiene ese tono dorado de los días nuevos, de las segundas oportunidades.
Decido que no quiero quedarme encerrada. Necesito aire, ruido, gente. Un té en otro sitio, lejos del silencio del hotel.
Voy al baño. Me miro al espejo mientras me cepillo los dientes .Al salir, escucho un sonido leve. La puerta.
Frunzo el ceño. No he pedido servicio de habitación ni espero a nadie. Camino despacio, aún con el corazón acelerado.
Abro.
Y ahí está.
Tristán.
De pie en el umbral, con el rostro ojeroso, el abrigo puesto y la mirada que ya conozco: llena de amor y deseo.
—Trist… —trato de decir, pero no alcanzo a terminar.
Él me toma de la cintura con una fuerza suave, casi temblorosa, y me levanta del suelo. Con una mano alcanza a cerrar la puerta detrás de nosotros; el golpe sordo resuena en la habitación como el cierre de todo lo que quedó pendiente.
Sus labios buscan los míos, y cuando finalmente se encuentran, el mundo se detiene. Es un beso urgente, de esos que no piden permiso ni perdón. Me aferro a su cuello, sintiendo su respiración desbordada contra mi piel, el temblor contenido de sus manos, el deseo de recuperar en minutos todo lo que el tiempo nos arrebató.
No hay palabras. Solo el sonido de nuestras respiraciones mezcladas, el roce de la ropa, la piel que vuelve a reconocerse después de tanto tiempo.
Tristán me recuesta sobre la cama y me mira como si quisiera memorizarme, como si temiera que, al cerrar los ojos, pudiera volver a perderme.
—Tristán… yo… —murmuro, apenas un hilo de voz.
—Ahora no —responde él, con la voz entrecortada—. Tengo un año extrañándote… no quiero hacerlo más.
Sus manos recorren mi piel con la ternura de quien busca confirmar que el reencuentro es real. El camisón cae despacio, y por un instante siento que el pasado se disuelve entre nosotros. Tristán se acerca, y el roce de su piel contra la mía despierta todo lo que habíamos guardado: el deseo, el amor, la nostalgia.
Nos encontramos en un abrazo que borra la distancia. Su aliento se mezcla con el mío, y los besos se vuelven más profundos, más ciertos, más humanos. No hay prisa, solo la necesidad de volver a sentirnos vivos, juntos.
El amanecer nos envuelve en una luz dorada que entra por la ventana, acariciando los bordes de la cama. Afuera, el día comienza. Dentro, el tiempo parece detenerse.
Su presencia me llena, me envuelve. Es una mezcla de emoción y desahogo, como si todos los silencios que cargamos por un año encontraran, al fin, una forma de decirse. Me toma con ternura y urgencia, como si temiera que el mundo pudiera arrebatarnos este instante.
En sus brazos no hay pasado ni promesas, solo el ahora. Todo lo que fuimos, lo que perdimos, lo que aún nos une, se concentra en este momento que no necesita palabras.
Nos movemos al mismo ritmo, guiados por una conexión que trasciende el cuerpo. Cada caricia, cada respiración compartida, es una confesión silenciosa. La pasión se vuelve ternura, y la ternura, consuelo.
Siento que me desvanezco en él, que su amor me devuelve la vida que el miedo me había arrebatado. En ese instante no existe la distancia ni la culpa, solo la certeza de que nos encontramos de nuevo, enteros, aunque sea por un momento.
Descansamos, pero no nos separamos. Recorremos la habitación entre risas y besos suaves, como si redescubriéramos el espacio y los cuerpos que habíamos olvidado. Al final terminamos en la tina del baño, sumergidos en el agua caliente, con la espuma cubriéndonos y el amanecer filtrándose por la ventana.
Tristán me rodea con sus brazos, y yo recargo la cabeza sobre su hombro. El silencio entre nosotros no es incómodo; es un refugio. Sonreímos sin decir nada, como si esa quietud nos perteneciera.
—¿Qué pasó con la tímida Valentina? —me murmura cerca del oído, antes de besarme suavemente el cuello.
Sonrío, sin responder. Sus manos acarician mis pechos con ternura.
—Parecía que me esperabas… —le digo con una sonrisa traviesa.
—Así es —responde Tristán, mirándome con esa mezcla de ternura y picardía que siempre logra desarmarme—. Pasé mucho tiempo sin tener sexo, y mira que eso ya es un récord. Pero… —se detiene, rozando mi mejilla con los labios—, yo no soy un hombre de muchas mujeres. Estaba esperando a entregarme a la mía.
Sonrío. Hay verdad en sus palabras, y también algo profundamente dulce.
Tristán me abraza, acercándome a su pecho, y me murmura al oído:
—Lo siento… ayer fui intolerante.
—No… no lo fuiste —le respondo, buscando su mirada—. Solo tenías miedo, y lo comprendo. Yo sé lo que es vivir con miedo… puede ser abrumador.
—Solo quiero que me comprendas —dice, bajando la voz.
Lo miro, acaricio su rostro y suspiro.
—Y lo hago, Tristán. De verdad lo hago. Pero comprender no siempre significa estar de acuerdo. A veces amar también es aceptar que no pensamos igual… y aún así, quedarnos.
Él me observa en silencio, como si esas palabras lo atravesaran.
—No quiero perderte, Valentina.
—Entonces no intentes retenerme —respondo con suavidad—. Solo acompáñame. No necesito un guardián… necesito un compañero.
Me levanto y me giro para quedar frente a él. Tristán me sonríe, con ese gesto suyo que mezcla ternura y resignación.
—Creo que he venido a hacer un caos en tu vida, ¿cierto? —le digo, medio en broma, medio en serio.
—Más que un caos… —suspira, mientras se pasa una mano por el cabello—. Mi papá siempre me decía que el amor es como el mar, ¿sabes? A veces está en calma, otras veces las olas son altas o hay tormentas que lo alborotan. Pero el chiste es saber nadar.
Hace una pausa, y su voz se suaviza.
—Siempre le dece a mi mamá que ella tiene ojos como el mar… afortunado que el sabe como nadar.
Me sonrojo. No por pudor, sino por la forma en que me mira cuando lo dice, como si en ese instante yo también tuviera esos ojos que menciona, esos que podrían arrastrarlo o salvarlo, según cómo los mire.
Tristán sonríe al notar mi silencio.
—Y tú, Valentina… —susurra, acercándose un poco más—. Tienes un mar que yo quisiese recorrer. —Suspira, dejando que el aire se le escape como si soltara un peso—. No comprendo del todo por qué quieres hacer esto, pero… —se queda callado un instante, buscando las palabras— creo que empiezo a entenderlo.
Se aparta un poco, sólo para poder mirarme bien. Su voz se vuelve más baja, más templada.
—He pasado la vida intentando proteger a las personas que amo, y tal vez por eso me cuesta tanto dejar que vuelen. Pero tú… tú no fuiste hecha para quedarte quieta. Llevas dentro algo que empuja, que busca, que quiere cambiar el mundo. Y por más miedo que me dé, no puedo ser quien te detenga.
Sus palabras me llegan al pecho, cálidas y sinceras.
—Solo te voy a pedir una cosa —continúa—. No desaparezcas. Escríbeme, llámame, mándame una foto del lugar donde estés… lo que sea. Quiero saber que estás bien.
Hace una pausa y sonríe con tristeza.
—Y prométeme que nos veremos seguido. Yo puedo ir a ti, tú puedes venir a mí. Podemos inventar nuestros propios acuerdos, nuestras rutas, nuestros tiempos. No me importa cómo, pero no quiero perderte.Dime que siempre regresarás a mí.
Me quedo quieta, mirándolo con el corazón encogido.
—Te amo, Valentina —dice al fin—. Y ya entendí que tengo que amarte así, completa. En todos tus perfiles. La que lucha, la que duda, la que ama, la que se va. No puedo tenerte a medias, y tampoco quiero.
Su voz tiembla al decirlo, pero hay paz en su mirada. Me acerco, lo abrazo, y siento cómo su respiración se calma contra mi cuello.
Por un instante, el mundo parece equilibrarse entre nosotros: amor y libertad, deseo y comprensión, miedo y fe.
Lo miro a los ojos, y en ese reflejo encuentro algo que me ancla, que me calma. Acaricio su rostro con la yema de los dedos, sintiendo el calor de su piel, la seguridad que siempre me dio.
—Te amo, Tristán —le susurro—. Te prometo que siempre regresaré a ti —juro, y lo sello con un beso.
Ese juramento, tan simple como se dice, más adelante sería lo único que me mantendría cuerda. El único pensamiento que me impediría rendirme. La promesa que, cuando todo se quebrara, me traería de vuelta a la vida.