AMIRA

No he podido llorar. Ni una sola lágrima. Mis ojos arden, pero el cansancio y el orgullo me las tragan antes de que salgan. 

Desde esta mañana, mis padres no me han dejado sola ni un instante. Aprovechando el viaje, han decidido reunirse con Aida para hablar sobre mi boda, como si planear mi propia condena fuera el pasatiempo del día.

Pasamos horas en el comedor del hotel, revisando listas de invitados, flores, manteles, joyas… Todo parece avanzar sin mí, como si fuera un fantasma que asiente y sonríe donde le dicen. Aida habla con ese tono tan dulce y calculado que usa cuando pretende hacer creer al mundo que se preocupa por mí. Mi madre la sigue, fascinada, y mi padre no deja de repetir lo orgulloso que está. Cada palabra sobre “alianzas”, “familia” y “prestigio” me hunde más.

No puedo creer que Nadir me haya hecho esto. No puedo creer lo ingenua y tonta que fui. Me repito que no debo pensar en él, pero su imagen regresa una y otra vez. Su voz, sus manos, su promesa vacía. Todo.

Y mientras ellos hablan de mi boda, yo trato de no quebrarme frente a nadie.

La tarde se disuelve en un sopor lento de conversaciones y risas falsas. Cuando llega la cena familiar, siento que ya no tengo fuerzas. Los invitados comienzan a llenar el comedor principal, los Khalil se sientan en la mesa central y yo me coloco en mi sitio, entre Amir y mi madre. Intento no mirar al frente, pero la curiosidad puede más.

Entonces lo veo. Nadir entra acompañado de ella. Sarah.

El silencio me corta la respiración. Todo dentro de mí se detiene, salvo el ruido de mi propio corazón. Sarah sonríe, educada, serena. Es muy bonita, con una elegancia natural que ni siquiera parece esforzada. Su vestido es sencillo, pero impecable; su cabello, oscuro y brillante, cae sobre los hombros como una cortina de seda. Tiene modales suaves y una voz amable, de esas que hacen que todos la escuchen.

—Es un placer conocerlos —dice con dulzura.

Yo asiento en silencio. No puedo decir nada.

Durante la cena, escucho fragmentos de conversación entre nuestros padres. Hablan del futuro, de las alianzas, de lo conveniente que será el matrimonio. Sarah es hija de un empresario libanés que emigró a Estados Unidos y que ha expandido sus negocios por toda América. Una unión fuerte, repiten, una promesa de prosperidad.

Yo solo escucho el tintinear de los cubiertos, el eco de las risas ajenas.  Nadir me lanza pequeñas miradas durante la cena. Discretas, fugaces, casi imperceptibles para los demás… pero para mí son dagas. Cada una me atraviesa con precisión. No quiero verlo. No quiero pensar en lo que siente ni en lo que piensa. Me niego a darle el consuelo de saber que todavía me duele.

La cena continúa como si nada. Las risas, los brindis, las conversaciones vacías. Sarah brilla, Aida sonríe con orgullo, Amir presume detalles de nuestra boda como si fuera el prometido ideal y le diera gusto casarse conmigo. Todo parece tan perfecto, tan bien calculado, tan ajeno a mí.

Yo sólo quiero desaparecer. El aire en el salón se vuelve irrespirable; el sonido de las copas, el murmullo de las conversaciones, la música… todo me resulta insoportable.

—Estoy cansada —digo, fingiendo una sonrisa—. Subiré a descansar.

Mi madre asiente con dulzura.

—Claro, hija, descansa. Mañana será otro día largo.

Me levanto despacio, sin mirar a nadie. Paso cerca de Nadir y siento su mirada quemándome la espalda, pero no me atrevo a girarme. Si lo hago, me derrumbo frente a todos.

Subo las escaleras con paso lento, como si cada peldaño pesara una vida. Cuando por fin llego a mi habitación, cierro la puerta y me apoyo en ella.

El silencio me golpea.

La habitación está a oscuras, apenas iluminada por el reflejo del mar que entra por las cortinas entreabiertas.

Y entonces… me rompo.

Caigo al suelo, junto a la cama, y lloro. Lloro hasta que el cuerpo me tiembla. Lloro con una desesperación que no sabía que existía en mí. Lloro por lo que pasó, por lo que no pasará, por lo que soñé y nunca fue.

Siento la garganta arder, el pecho doler, el corazón queriendo salírseme del cuerpo. Me cubro el rostro con las manos y me dejo caer sobre el suelo frío, incapaz de detenerme. No puedo creerlo. No puedo creer lo ingenua que fui. Lo fácil que me ilusioné. Cómo pude pensar, aunque fuera por un segundo, que él y yo podíamos tener una oportunidad.

Me duele la traición, sí, pero me duele más haber creído. Haber amado tanto.
Haber sentido algo tan puro… por alguien que sólo jugó conmigo. Si pudiera volver atrás, elegiría no haberlo amado. Preferiría no haber sentido nada antes que este vacío que me desgarra el alma.

***

Llevo dos días sin ver ni hablar con Nadir. Dos días que se sienten como una eternidad suspendida en el aire, llena de silencios que me pesan más que cualquier palabra.

He convencido a mis padres de salir del hotel, de visitar los alrededores, bajo el pretexto de que necesito conocer el lugar donde viviré el resto de mi vida. Mi vida. Qué ironía decirlo así, cuando lo único que siento es que esa vida me está siendo arrebatada poco a poco.

Aceptaron encantados. Mi madre ha disfrutado los mercados, los colores, los aromas. Mi padre ha probado cada vino local con la excusa de “conocer la cultura”. Yo los acompaño, sonrío, asiento, disimulo. Comemos, reímos, caminamos por las calles llenas de luz… pero mi tristeza no se va.

Hay momentos en que me distraigo, en que logro fingir normalidad, pero basta una flor, un aroma en el aire, una pareja tomada de la mano… para que todo regrese. El recuerdo de Nadir se me aparece en todo: en los tonos del mar, en las palabras que no dijo, en las promesas que no cumplió.

Quiero atarme a la presencia de mis padres. Aferrarme a ellos como una niña que no quiere soltar la mano de su madre el primer día de escuela. No quiero que se vayan y me dejen sola. Quisiera pedirles que me lleven de aquí, que no me importa si me quedo solterona toda la vida, si no tengo alianza, ni apellido, ni lugar en los retratos familiares.

Estoy dispuesta a todo con tal de no quedarme aquí. Incluso he pensado en decirles que me den el puesto de mi madre, que me dejen servirles, llevar la casa, cuidar sus cosas, cualquier cosa… con tal de no casarme con Amir.

He llegado a imaginarme incluso soportando a Sarahí, mi hermana mayor. Con su carácter insoportable, sus palabras mordaces y su risa que siempre hiere. Sí, la soportaría. Preferiría mil veces eso antes que esta vida que me espera.

Pero sé que no es posible. Nada de esto lo es. Solo tengo estos días. Estos breves días en que puedo caminar libremente junto a ellos, reírme de algo sin pensar en la mirada vigilante de Aida, o en el deber de sonreír junto a Amir. Días que son un respiro antes de la asfixia.

Porque sé que cuando mis padres se vayan, cuando sus maletas crucen el vestíbulo del Hotel Dar Khalil y su coche se aleje por el camino costero… mi libertad morirá con ellos. Y mi destino quedará sellado, pactado con la tinta invisible de una boda que no deseo y de un apellido que no me pertenece.

***

Día de la boda

El vestido que me dieron para la boda es precioso. Elegante, brillante, de un tono que parece hecho para mí. Combina con mi piel, con mis ojos, con todo aquello que destaca lo mejor de mí.
Por fuera, soy la imagen de la perfección. Por dentro, me estoy desmoronando.

La ceremonia ya ha comenzado. El aire huele a incienso y flores recién cortadas, las risas de los invitados resuenan entre los arcos del jardín y la música tradicional llena cada rincón. Todos estamos ahí para presenciar la boda de mi próxima cuñada… y su prometido, un hombre que podría ser su padre. Las alianzas no siempre son justas, pero siempre son convenientes.

Nadir, como hijo mayor, participa en la ceremonia. Camina con porte impecable, sereno, tan seguro que parece tallado en mármol. A su lado, Sarah. Su prometida. Hermosa, refinada, con ese tipo de elegancia que no necesita esfuerzo. Lleva un vestido color marfil con bordes dorados, y su sonrisa delicada brilla como una joya bien colocada.

Yo, en cambio, me quedo junto a mis padres. He decidido mantenerme en segundo plano, cumplir con mi papel sin llamar la atención, sin figurar más que en las fotografías oficiales.Y aun así, cuando el fotógrafo nos llama para las fotos familiares, no tengo escapatoria. Me colocan al lado de Amir, con una sonrisa que no siento, mientras los flashes congelan este falso cuadro de felicidad. 

Cada disparo de la cámara deja una marca invisible en mi alma: “la prometida de Amir”,
“la nueva alianza”, “la mujer que compartirá una vida pobre y triste junto a él”.

Y allí, al otro lado del encuadre, están ellos: Nadir y Sarah. Él le ofrece el brazo con elegancia. Ella lo toma con naturalidad. El fotógrafo sonríe. “Perfecto”, dice. Y yo siento que me rompo un poco más por dentro.

Las ceremonias continúan, y la música cambia de tono. Comienza el baile. El novio y la novia abren la pista, seguidos por los hermanos y las parejas de honor. Y ahí está Nadir, tomando a Sarah de la mano, guiándola al centro con una suavidad que duele. Bailan con gracia, como si el destino los hubiese unido desde siempre. Sus movimientos son precisos, armoniosos. Y yo no puedo más.

La garganta se me cierra. Termino de bailar con Amir y voy hacia mi madre. 

—Iré a tomar un poco de aire —le murmuro—, el vino me acaloró un poco. 

—Sí hija, con cuidado. 

Camino rápido entre la gente, esquivando risas y copas alzadas, hasta salir por la puerta que da hacia el jardín.  El aire nocturno me recibe como un golpe. Voy sin rumbo, siguiendo el murmullo del mar. Cuando por fin llego a la playa, me quito los zapatos y dejo que la arena fría me acaricie los pies.

Y entonces lloro. Lloro hasta que la sal del mar y la de mis lágrimas se confunden.
Lloro porque mi vida es todo lo que no esperaba. Lloro porque no puedo ver a mi hermana Fátima, porque extraño mi casa, mi país, mis libros, mi voz antes de que se quebrara. Lloro porque mi destino es terrible. Lloro porque amé con fuerza.

—Amira… —escucho la voz de Nadir.

El corazón se me detiene. Me limpio las lágrimas con la mano temblorosa y lo veo acercarse entre la bruma marina. Luce como un príncipe salido de un sueño roto: el traje de gala aún impecable, el rostro serio, el cabello algo revuelto por el viento. Camina hacia mí con paso decidido, como si el mar entero no pudiera detenerlo.

Sin pensarlo, me doy media vuelta y empiezo a alejarme, arrastrando mis pies sobre la arena húmeda.

—Amira… —vuelve a llamarme.

—¡Basta, Nadir! —grito, con la voz rasgada—. ¡Te pedí que no me hablaras jamás!

—¡Necesito que me escuches! —me grita. 

El sonido de las olas golpeando la orilla se mezcla con mis sollozos. Pero él no se detiene. Sigue avanzando hasta que su sombra me alcanza.

—¡No te atrevas a tocarme! —le advierto, girándome hacia él—. ¡No me digas más mentiras!

—No son mentiras —responde, jadeando, la voz cargada de desesperación—. Voy a explicarte. ¡Sí, estoy comprometido, Amira! Pero es una alianza, un trato entre familias, nada más.

—¿Y eso qué cambia? —respondo, retrocediendo—. ¿Crees que eso me consuela? ¿Que me hace menos estúpida por haberte creído?

—¡No la amo! —exclama con fuerza, y su voz se quiebra—. ¡A quien amo es a ti!

El silencio que sigue es más ensordecedor que el mar.

Me quedo inmóvil, mirando su rostro, y por un segundo creo ver verdad en sus ojos… pero enseguida me niego a creerle.

—No —susurro—. No digas eso. No te creo. No puedes amarme y al mismo tiempo prometerte con otra. Eso no es amor, Nadir. Eso es poder. Eso es egoísmo.

Trato de alejarme, pero él me toma del brazo, con fuerza, con miedo.

—¡Suéltame! —grito, intentando zafarme, golpeando su pecho—. ¡Suéltame, te odio!

Pero él no me suelta. Me rodea con los brazos y me aprieta contra su pecho. Siento su respiración agitada junto a mi oído, el temblor de su cuerpo, la urgencia en sus manos.

—No me odies —murmura—. No sabes cuánto te necesito.

Lucho un instante, pero mis fuerzas se desvanecen. Y entonces me rompo.
Me hundo contra él, llorando como si pudiera vaciarme entera.

—Yo no quería que esto pasara —susurro entre lágrimas—. No quería enamorarme de ti.

—Y, sin embargo, aquí estamos —responde con un hilo de voz, acariciando mi cabello—. Aquí estamos, Amira… y no pienso perderte.

Se separa apenas, lo suficiente para tomar mi rostro entre sus manos. Su mirada es un fuego sereno, decidido.

—Cásate conmigo.

Me quedo sin aire.

—¿Qué… qué dijiste?

—Cásate conmigo —repite, firme, con la voz de quien está dispuesto a desafiarlo todo—. Rompamos las alianzas. Que el mundo se quiebre si quiere. Pero que sepa que yo… que yo te elegí a ti.

El viento sopla, las olas rugen, y yo solo puedo mirarlo, temblando. No sé si lo que arde en mi pecho es amor o miedo. Y antes de poder responder, la noche nos traga a ambos. El sonido del mar se impone. El destino, una vez más, se queda en silencio.

5 Responses

  1. Ahhhhhhh! 💥 🥰 Esto, señores, es un hombre que resuelve 👏🏼. Uno que no tiene miedo a nada más que el perder a la mujer que ama y eso, ya vimos, no va a suceder.
    Gracias Nadir, Amira merece un hombre que luche por ella, que no dude, que sepa responder a su amor en igual o mayor medida.

    Sí, cásense cuánto antes. 🙏🏼💖

  2. Ese es mi hombre que resuelve, que no se queda ahí para que la bruja de su madrastra se salga con la suya como si lo mereciera

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