NADIR
El silencio de Amira pesa más que cualquier palabra. Llevo dos días viviendo dentro de esta tortura, caminando por los pasillos del hotel como un hombre que carga su propia condena. No hay notas en la biblioteca, no hay miradas furtivas, no hay un solo gesto que me dé tregua. Su ausencia es el castigo que merezco, al igual que su reproche; y duele más de lo que imaginé.
Aida me ha golpeado donde más duele. Destapó mi secreto sin darme la oportunidad de hablar con Amira, sin dejarme explicarle lo que pasaba, sin darme el tiempo de arreglar las cosas con Sarah de una forma digna, donde al menos tuviera el control de mi propia historia. Pero ahora ya no hay nada que hacer. Amira piensa que soy de lo peor, y no la culpo. Yo también lo pienso.
Sarah ha estado a mi lado todo este tiempo. Habla con dulzura, con esa serenidad que parece heredarse entre las familias bien nacidas. Es amable, educada, considerada. Se interesa en mis pasatiempos, pregunta por los proyectos del hotel, escucha con atención genuina. Y, sin embargo, la distancia entre nosotros es inmensa.
A veces la escucho hablar y me doy cuenta de que ella merece a alguien que la ame de verdad, alguien que la mire con ternura. No a un hombre que tiene el corazón en otra parte. Sé que no está feliz con la idea de vivir en hoteles, de moverse de ciudad en ciudad mientras yo administro negocios familiares. No la culpo; no es la vida que ninguna mujer desearía para construir un hogar.
Pero mi culpa es aún mayor: si antes me resultaba indiferente, ahora me resulta insoportable.
No por ella —porque es buena— sino porque su bondad me recuerda lo cruel que estoy siendo. No quiero llamarla “mi esposa”. No quiero construir con ella una mentira. Ese lugar, ese espacio que debería ser de Sarah… ya tiene nombre. Y es el de Amira.
Me repito que debo seguir las reglas, que el apellido Khalil exige sacrificios. Pero mientras más lo pienso, más me doy cuenta de que no me queda nada por perder. La mujer a la que amo me odia, mi padre me desprecia, y mi vida ya no me pertenece. Solo me queda decidir si seguir viviendo como el hombre que todos esperan… o convertirme, al fin, en el hombre que realmente soy.
¿Qué significa convertirme en el hombre que realmente soy?
La pregunta me da vueltas en la cabeza mientras me visto para la ceremonia de bodas. El aire en la habitación se siente espeso, sofocante. Me coloco el traje oscuro que eligieron para la ocasión y, en cuanto el cuello se ajusta a mi garganta, tengo la sensación de estar ahogándome. Hace calor, demasiado. El sudor me recorre la nuca, y no sé si es por el clima o por la carga de todo lo que callo.
Me observo en el espejo. El reflejo me devuelve la imagen de un hombre que parece completo, impecable… pero infeliz y vacío. Quisiera ver a Amira una vez más antes de bajar. Decirle que nada de esto es lo que parece, que la amo, que no fue cobardía sino tiempo lo que necesitaba. Pero ella me evita con la precisión de una espía. Se aparece y desaparece a voluntad, como si el mismo hotel la protegiera de mí. No puedo seguirle el paso. No puedo alcanzarla.
Mientras me coloco los gemelos y los anillos de oro, escucho unos golpes suaves en la puerta.
Mi corazón se acelera.
Es ella, pienso. Tiene que ser Amira. Tal vez vino a escucharme, tal vez aún no todo está perdido.
Abro la puerta… y la esperanza se me desploma. Omar está frente a mí, con su habitual sonrisa servicial.
—Señor Nadir, lo buscan en la parte de atrás —dice, haciendo una leve reverencia.
Asiento con un gesto.
No es Amira.
Es Ali. Debe tener noticias de lo que le pedí.
Respiro hondo, me doy una última mirada en el espejo —mi reflejo luce más cansado que nunca— y salgo de la habitación sin pensarlo dos veces.
Tomo las escaleras de servicio que conducen hacia la cocina. Conozco cada rincón del hotel; no hay pasillo, pasadizo ni puerta que me sea ajena. Mi presencia entre los empleados no levanta sospechas. Soy el administrador, el hijo obediente que siempre “controla” todo.
Pero hoy no soy eso. Hoy camino hacia una verdad que podría destruir mucho más que un apellido.
El olor a pan recién horneado y café fuerte llena el aire cuando atravieso la cocina. Nadie levanta la vista. Todos están ocupados preparando el banquete. Cruzo sin detenerme, hasta salir al área trasera del hotel, donde el ruido de la fiesta se apaga y el aire se vuelve denso, cargado de humo y sal marina.
Ahí están. Ali y dos de sus hombres me esperan, recargados en la baranda, fumando con la calma de quien sabe más de lo que dice.
—Pensé que te habías echado para atrás, Nadir —dice Ali, soltando una voluta de humo.
—Dijiste que tenías algo —respondo, acercándome.
Ali apaga el cigarro contra el muro, sonriendo con esa expresión que nunca sé si es de burla o de complicidad.
—Y lo tengo. Pero no te va a gustar.
Ali me observa con atención, midiendo cada una de mis reacciones. No me atrevo a decir nada al principio.
El papel tiembla entre mis dedos. La tinta está algo deslavada, pero el nombre se distingue perfectamente.
—Jaime Domínguez Hal… —repito en voz baja, tratando de que las letras tengan sentido en mi boca—. Nunca había escuchado ese nombre.
—No me sorprende —dice Ali con una sonrisa ladeada—. Nadie sabía de él.
Levanto la vista.
—¿Qué quieres decir?
—Este hombre solo era conocido de tu madre, Nadir —explica Ali con calma—. Era su confidente. Según los registros, se escribían con frecuencia.
—¿Qué tan frecuente? —repito.
Ali sonríe, clavándome la mirada.
—Diario. —Deja caer la palabra como plomo—. Pero lo interesante es que las cartas desaparecieron.
—¿Desaparecieron? ¿No hay cartas? —insisto.
—Para escribirse durante diez años, una carta todos los días… ¿cuántas cartas debieron ser? —pregunta, tendiéndome el anzuelo.
Hago el cálculo en voz baja, casi sin aire.
—Tres mil seiscientas cincuenta… y unas dos o tres docenas más si contamos años bisiestos. Digamos entre tres mil seiscientas cincuenta y tres mil seiscientas sesenta.
Ali chasquea la lengua, satisfecho.
—Exacto. Y no hay ni una. Ni una sola en los archivos del hotel. Mis hombres buscaron en todos los registros a los que nos diste acceso pero las desaparecieron.
El aire parece quedarse suspendido entre nosotros.
—¿Mi padre sabía de esto?
Ali me mira, su expresión se endurece.
—No puedo asegurarlo. Pero dime tú, Nadir… ¿qué haría un hombre como tu padre si descubre que su esposa tiene un aliado, alguien fuera del alcance de su control?
—La haría desaparecer —murmuro, casi sin darme cuenta.
—Exacto. —Ali aplasta la colilla del cigarro bajo su zapato y suspira—. No tengo pruebas todavía, pero ese nombre, esa dirección… son la última pista que tu madre dejó antes de morir.
Miro la hoja de nuevo. La dirección está en Madrid. Guardo la hoja en el bolsillo interior de mi saco, sintiendo el peso de algo que no alcanzo a comprender del todo.
—Te recomiendo, Nadir que vayas pronto —dice, encendiendo otro cigarro—. El viejo no tiene mucho tiempo. Y con suerte… puede que te diga algo antes de morir.
—¿Está muriendo?
—Así es… el tiempo y la muerte no esperan… —comenta.
Suspiro.
—Sigue averiguando lo otro que te pedí —le ordeno.
—La suma se ha elevado… Nadir.
En ese momento, me saco uno de los anillos de oro y se lo doy.
—Por ahora, esto será suficiente.
—Lo es… —dice Ali, con una sonrisa.
Él hace una seña y sus hombres comienza a alejarse.
—Siempre es un placer hacer negocios contigo… Nadir… —comenta, para luego alejarse.
El sonido de los pasos de Ali y sus hombres se pierde, anunciando que han entregado el mensaje.
Suspiro.
Se me hace tarde para la boda, porque aunque no quiera ir, es mi deber. Así que vuelvo a entrar por la puerta de servicio. Camino con paso rápido, buscando la escalera trasera para subir sin ser visto
Pero, antes de llegar al primer tramo de escaleras, escucho algo que me detiene en seco. Un golpe sordo. Un gemido. Y luego, risas ahogadas detrás de una puerta entreabierta.
Me acerco sin hacer ruido. Es una de las habitaciones usadas como bodega, donde guardan ropa de cama y utensilios de limpieza. El sonido se hace más claro. Empujo apenas la puerta.
Y lo veo.
Amir.
Con el pantalón medio bajado, el cuerpo cubierto de sudor, sus manos aferradas a la cintura de una de las doncellas. La chica jadea entre placer y miedo, intentando mantener el equilibrio sobre la mesa. Él le susurra algo al oído, una promesa torpe, una mentira envuelta en aliento y deseo.
—Eres tú… eres tú a quien amo —murmura él, con esa voz melosa que usa cuando quiere conseguir algo—. Te juro que, aunque me case con Amira, tú serás siempre la dueña de mi corazón.
Mi estómago se revuelve. Cierro los ojos un segundo, no por pudor, sino por rabia.
Rabia hacia él. Hacia Aida. Hacia mi padre. Hacia todo este maldito sistema de alianzas y apariencias que solo sirve para encadenarnos a mentiras.
Amir ríe entre jadeos.
—Cuando todo esto termine, me encargaré de ti, lo prometo… serás mi amante oficial. Porque eres lo que más amo —le dice, mientras la muchacha asiente con una sonrisa.
No puedo seguir mirando. Cierro la puerta con cuidado y apoyo la espalda contra la pared del pasillo. El eco de las promesas vacías de mi hermano me sigue retumbando en la cabeza.
Las alianzas.
Las familias.
Las reglas.
Todo eso que nos enseñaron a venerar no vale nada. No hay honor en las promesas hechas por conveniencia. No hay virtud en los matrimonios pactados. No hay amor en las alianzas que se firman con miedo.
Aprieto los puños. Y en ese instante lo decido. No pienso seguir el mismo camino. No voy a convertirme en otro peón del juego que ellos inventaron. Por primera vez en años, sé exactamente lo que quiero. Voy a luchar por Amira. Aunque me cueste todo. Y con ese pensamiento, subo las escaleras sin mirar atrás, mientras el eco del mar se mezcla con la certeza de que mi destino acaba de cambiar para siempre.

Amir es una basura… El papá de Nadir, al parecer, también tiene su secreto. Ojalá que Nadir pueda encontrar aun con vida al tal Jaime y pueda saber qué realmente pasaba cuando su madre estaba viva.
Ahora son más las dudas, que tendrá que decir ese hombre? Ojalá sepa algo que le quite peso a Nadir, será que es su papá???
Se vienen momentos decisivos para este par de almas envueltas en familias tan difíciles