NADIR

La música del salón resuena en las paredes como un eco lejano. Las risas, los brindis, las felicitaciones… todo se mezcla en una marea de voces que apenas logro distinguir. Estoy aquí, rodeado de gente, pero por dentro solo hay silencio.

Sarah sonríe a mi lado, impecable, con ese aire de serenidad que parece venirle natural. Cada gesto suyo es perfecto, medido, digno de la esposa que cualquiera desearía tener. Cualquiera, menos yo.

Necesito aire.

Subo las escaleras con paso firme, fingiendo que voy a buscar algo, y cierro la puerta de mi habitación detrás de mí. El silencio me recibe con un golpe seco. Me acerco al armario Abro la caja y el brillo me ciega por un segundo. No es como lo recordaba, esta más vivo, más intenso. 

Lo miro un largo rato.

La piedra central —un zafiro turquesa, del color exacto del mar que nos separa— parece tener luz propia. El aro está rodeado por gemas más pequeñas, del mismo tono, unidas por filigranas de plata vieja que le dan un aire antiguo, casi sagrado.Lo tomo entre mis dedos y siento el peso del metal, como si llevara dentro la voz de ella.

—Ayúdame, madre —susurro—. Que esto sea lo correcto.

Guardo el anillo en el bolsillo interior de mi saco y respiro hondo. Sé que lo que estoy a punto de hacer no tiene marcha atrás.

Bajo las escaleras despacio, intentando mantener el control. Desde el pasillo puedo ver el salón de fiestas: las luces doradas, los invitados danzando, los músicos tocando melodías alegres que me suenan huecas. Sarah conversa con Aida y mi padre, riendo con elegancia, mientras Amir levanta su copa en un brindis exagerado.

Nadie sospecha. Nadie imagina lo que planeo. Finjo sonreír, saludo a algunos invitados, me acerco a la mesa principal y bebo un sorbo de vino para disimular la tensión. Pero de pronto, la veo.

Amira. Está de pie, al otro extremo del salón, junto a la puerta que da hacia los jardines. El vestido que lleva la hace parecer irreal, como si la luz se hubiera detenido solo para mirarla. Pero su rostro… su rostro está marcado por la tristeza. La veo caminar con paso rápido, intentando salir sin llamar la atención.

Ese es el momento. Siento cómo el corazón me da un vuelco y la decisión se vuelve absoluta. Salgo del salón detrás de ella, sin mirar atrás. Sé que no puedo permitir que se aleje de nuevo. Esta vez no pienso perderla.

—Amira… —la llamo, pero el viento se lleva mi voz.

Ella sigue caminando hacia el mar, con el vestido ondeando como si quisiera huir también.

—Amira… —repito, avanzando tras ella.

—¡Basta, Nadir! —grita, girándose de golpe—. ¡Te pedí que no me hablaras jamás!

Su voz me atraviesa como un golpe. Pero no me detengo. No puedo hacerlo.

—¡Necesito que me escuches! —le respondo, casi sin aire.

El sonido de las olas revienta contra la orilla, mezclándose con su llanto y mi desesperación. Doy un paso más. Otro. Hasta que la sombra de mi cuerpo la cubre.

—¡No te atrevas a tocarme! —me advierte—. ¡No me digas más mentiras!

—No son mentiras —digo, con la garganta ardiendo—. Voy a explicarte. Sí, estoy comprometido, Amira. Pero es una alianza, un trato entre familias, nada más.

Ella retrocede, el dolor en su rostro me destruye.

—¿Y eso qué cambia? ¿Crees que eso me consuela? ¿Que me hace menos estúpida por haberte creído?

—¡No la amo! —grito con una fuerza que me sorprende—. ¡A quien amo es a ti!

El silencio que sigue es brutal. El mar parece contener la respiración.
La miro, buscando en sus ojos algo de fe, un resquicio de esperanza. Pero solo encuentro miedo, decepción.

—No… —susurra—. No te creo. No puedes amarme y al mismo tiempo prometerte con otra. Eso no es amor, Nadir. Eso es poder. Eso es egoísmo.

Intento acercarme, pero ella retrocede.

—¡Suéltame! —me grita cuando la tomo del brazo—. ¡Te odio!

No la suelto. No puedo. La rodeo con los brazos y la abrazo como si así pudiera mantenerla a salvo del mundo, de Aida, de mí mismo.

—No me odies —le ruego, con la voz rota—. No sabes cuánto te necesito.

Siento su cuerpo temblar contra el mío. Al principio lucha, me golpea el pecho, pero luego se quiebra. Llora. Y cuando sus lágrimas empapan mi camisa, sé que ya no hay marcha atrás.

—Yo no quería que esto pasara —dice entre sollozos—. No quería enamorarme de ti.

Le acaricio el rostro, apartando con los dedos los mechones húmedos de su cabello.

—Y, sin embargo, aquí estamos —murmuro—. Aquí estamos, Amira… y no pienso perderte.

Me separo apenas, lo suficiente para verla a los ojos. Mi corazón late tan fuerte que casi puedo escucharlo.

—Cásate conmigo.

Ella parpadea, como si no hubiese entendido.

—¿Qué… qué dijiste?

—Cásate conmigo —repito, esta vez con calma, con certeza—. Rompamos las alianzas. Que el mundo se quiebre si quiere. Pero que sepa que yo… que yo te elegí a ti.

El viento se lleva mis palabras, pero sé que las ha escuchado. Sus ojos, llenos de lágrimas y miedo, son lo más hermoso que he visto en mi vida. Así, saco de la bolsa de mi pantón el anillo y se lo muestro. Ella abre los ojos sorprendida. 

—Nadir… —murmura.

Me hinco. 

—Cásate conmigo. Escapemonos. Vamonos de aquí, hoy. Tengo un avión listo para irnos a Madrid. Nos casaremos mañana a primera hora. 

Ella no puede creerme; lo veo en su mirada. Sus labios tiemblan, como si una parte de ella quisiera creer y la otra necesitara seguir defendiéndose.

—¿Es en serio? —pregunta con un hilo de voz—. Si sabes lo que pasará. Si nos casamos y rompemos las alianzas… podríamos perderlo todo.

Sonrío apenas, con ese tipo de tristeza que nace del amor más puro.

—Amira… ya lo he perdido todo —digo despacio—. Perdí la tranquilidad el día que te conocí, perdí el sueño cuando empecé a imaginarte, y perdí el miedo cuando supe que eras lo único que quería. ¿Qué más podría perder? ¿El dinero? ¿El apellido? Eso nunca me ha hecho sentir vivo.

Me pongo de pie; ella no retrocede.

—He pasado la vida obedeciendo órdenes, defendiendo un nombre que no elegí, trabajando para sostener un legado que no me pertenece. Pero contigo… contigo todo cobra sentido. No quiero riquezas, ni alianzas, ni herencias. Quiero despertar y saber que estoy donde debo estar. Quiero una vida sencilla, llena de verdad, contigo a mi lado.

Respiro hondo, la voz se me quiebra, pero no bajo la mirada.

—Soy un hombre fuerte, Amira. He trabajado desde abajo, he luchado contra mi propia sangre y sigo de pie. No tengo miedo a empezar de nuevo. Si el precio por amarte es perderlo todo, lo pago gustoso. Porque tú eres lo único que me hace sentir honesto, lo único que me devuelve el alma.

Extiendo la mano, temblorosa, y le acaricio la mejilla.

—Si aceptas casarte conmigo, no te prometo palacios ni títulos… pero te prometo un hogar. No te prometo joyas, pero te doy mi lealtad. No te prometo un futuro fácil, pero te entrego mi corazón entero. Todo lo que soy, todo lo que tenga, será tuyo.

Ella parpadea, las lágrimas le brillan bajo la luz tenue del amanecer.

—¿Y si el mundo nos da la espalda? —susurra.

Sonrío con ternura.

—Entonces nos daremos la cara el uno al otro. Eso bastará.

El viento sopla, levantando el dobladillo de su vestido. Y en ese instante, mientras el mar rompe contra la orilla y el cielo empieza a teñirse de luz, sé que no hay promesa más grande que esta. La miro, y lo digo una vez más, apenas un susurro entre la brisa salada:

—Cásate conmigo, Amira. No por destino, ni por deber… sino por amor.

Ella me mira, con los ojos llenos de fuego y decisión. Por un instante el mundo se detiene.
Entonces, sin apartar la vista de mí, se quita el anillo de compromiso que le dio Amir. Su brillo se apaga entre sus dedos.

—Amira… —susurro, sin atreverme a respirar.

Ella aprieta el anillo una última vez… y lo lanza al mar.

La piedra dorada traza un destello en el aire antes de hundirse en las olas, tragada por la oscuridad.
El sonido del impacto es pequeño, pero dentro de mí se siente como un trueno.

—Sí… —murmura, con la voz temblorosa pero segura—. Acepto casarme contigo.

No pienso, solo actúo. Tomo su mano con cuidado y deslizo el anillo de mi madre en su dedo. El zafiro brilla, reflejando el color del mar que ahora guarda el otro anillo.

—Ahora sí —le digo, besando su mano con devoción—. Este anillo sí tiene un significado.

Ella sonríe, y por primera vez en mucho tiempo, la veo libre.
El viento levanta su cabello y la luna dibuja un halo sobre su piel.

—Vámonos… —le digo con firmeza—. Sube a tu habitación, toma sólo lo importante y vámonos. Te espero en la puerta de atrás en diez minutos.

Asiente, los ojos húmedos y el alma ardiendo.
Toma mi rostro entre sus manos y me besa, un beso dulce y desesperado, lleno de promesas y miedo.

—Juntos… —susurra contra mis labios.

—Juntos —repito—. Esta… esta es nuestra verdadera alianza.

La veo alejarse entre la brisa salada, corriendo hacia el hotel con la determinación de quien ya no le teme a nada.
Y mientras su silueta se funde con la noche, sé que todo lo que vendrá —la furia de Aida, la traición, la pérdida— valdrá la pena.

Porque en ese instante, bajo el cielo del Líbano y frente al mar, Amira y yo dejamos de ser prisioneros.

5 Responses

  1. Por favor que no pase nada y se vayan y dejen todo atrás…que logren ser libres y amarse, aunque pierdan todo por favor🙏🙏🙏🙏🙏🙏 moriré de angustia por saber que pasa…saludos desde Ecuador Ana

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