AMIRA 

Subo las escaleras con el corazón galopando en el pecho. Cada paso resuena en mis oídos como un tambor que marca el ritmo de mi huida. No miro atrás. No puedo. Mis dedos tiemblan, pero no por miedo: por emoción.

Aun no puedo creerlo. Me voy a casar con Nadir. No por alianzas, no por deber… por amor. El anillo brilla en mi mano bajo la tenue luz del pasillo. Es hermoso: una joya turquesa que parece contener el reflejo del mar donde lancé el otro. El anillo de Amir yace en el fondo del Mediterráneo, y con él, la parte de mí que vivía para agradar a los demás.

Respiro hondo y camino con paso rápido pero discreto. No quiero levantar sospechas. A esta hora, los pasillos del hotel están medio vacíos: los invitados siguen en la boda, felices sin sospechar nada de lo que está a punto de pasar.  Lo único que me separa de mi pronta libertad son estos minutos que debo tomar para meter mi vida en una maleta.  Asi que, cuando abro la puerta de mi habitación y entro sin encender todas las luces, sé que la cuenta regresiva a comenzado. 

Cierro la puerta con discrección y corro al armario para tomar una pequeña maleta de cuero y comenzar a empacar. Hago la cuenta en mi mente: una muda de ropa, mi vestido azul favorito, el que usaré para casarme con Nadir, mi pijama de seda, las cartas de Fátima, las notas que Nadir me dejó en la biblioteca, y las pocas joyas que me quedaron después del robo. 

No necesito más. 

Cuando termino, cierro la maleta y me siento un instante en la cama. Aún tengo algo pendiente. Miro hacia el pequeño escritorio y reflexiono. Tengo que hacerlo, no me puede ir sin dejarlas una nota a mis padres; ellos se preocuparían. Así que me pongo de pie, abro  mi set de escritura y saco una hoja en blanco. La pluma tiembla entre mis dedos.

Lo siento… —escribo— pero tengo que hacerlo.

Muerdo mi labio inferior, pensando qué más decir. Quiero explicarles, quiero que entiendan que no me voy por capricho, sino por necesidad. Que amo a Nadir y que, por primera vez, amo con todo el corazón.

Pero entonces, un golpe seco retumba en la pared contigua. El sonido es tan fuerte que me sobresalto. Me quedo quieta, conteniendo la respiración. Otro ruido. Un arrastre. Voces apagadas.

—¿Quién… está ahí? —susurro, mirando hacia la pared.

Nadie responde. El silencio vuelve, pero algo dentro de mí se encoge. Siento el peligro en el aire, ese tipo de presentimiento que eriza la piel antes de que pase algo malo.

Doblo la nota apresuradamente y la dejo sobre el tocador. Tendré tiempo para explicarlo después, cuando estemos lejos. Cuando todo esto haya terminado. Finalmente, tomo la maleta, respiro una última vez… y salgo de la habitación, dejándolo todo atrás.

Cuando estoy en el pasillo, miro hacia ambos lados. Todo está en silencio, tan quieto que puedo oír el golpeteo de mi propio corazón. No hay nadie. Respiro hondo y, con la maleta apretada contra mi pecho, echo a correr.

Mis pasos resuenan apagados sobre la alfombra mientras avanzo hacia las escaleras traseras. A medio camino, escucho de nuevo esas voces, las mismas que venían de la habitación de al lado. Más claras ahora. Más urgentes. Me detengo un segundo, con el pulso desbocado. Quisiera asomarme, saber quién está ahí, pero no tengo tiempo. No puedo detenerme.

Sigo bajando las escaleras, procurando no hacer ruido. Cada peldaño que bajo me acerca a la libertad… y también al miedo. Antes de llegar al nivel de los empleados, asomo la cabeza para asegurarme de que el pasillo está vacío. Nadie. Solo el sonido distante de la caldera y el zumbido de los refrigeradores. Entonces corro, con el corazón latiéndome en la garganta.

Desciendo al siguiente nivel, el de la cocina. El aire cambia: huele dulce, a café, a jabón. Camino por los pasillos paralelos, esquivando las sombras de los anaqueles, hasta llegar a la puerta trasera. Está abierta de par en par; la brisa de la madrugada entra por ella como una invitación.

Por un momento pienso que es una trampa: que Aida o Amir ya lo saben. Pero entonces me obligo a creer lo contrario. 

Debe haber sido Nadir. Lo planeó así, pienso. 

Aprieto la maleta con fuerza y cruzo el pasillo, que se me hace eterno. El sudor me empapa las palmas; el vestido me estorba, se enreda en mis piernas, me retrasa. Cuando por fin salgo, el aire fresco me golpea el rostro. 

Ahí está él. Nadir, recargado en su auto, con el rostro tenso y los ojos brillando bajo la tenue luz del estacionamiento.

—Pensé que no vendrías —dice aliviado, mientras corre hacia mí y toma la maleta de mis manos.

—Ni loca iba a perderme esto —respondo, sonriendo entre nerviosa y emocionada.

Él deja la maleta en el asiento trasero y me toma el rostro entre las manos. Su toque me ancla, me calma, me promete todo.

—¿Estás segura? —me pregunta, con una mezcla de miedo y esperanza.

—Jamás estuve más segura —le confieso. Con el anillo de zafiros brillando en mi dedo. 

Sus labios buscan los míos, y el beso que compartimos tiene el sabor de todo lo que dejamos atrás: miedo, obligaciones, falsas expectativas.

Subimos al auto. 

El motor ruge, y mientras Nadir pisa el acelerador, miro por la ventana una última vez. El hotel Dar Khalil se alza a lo lejos, iluminado, imponente, como una bestia dormida que no sabe aún que está a punto de despertar.

No lo sabemos, pero esa noche —la noche en que elegimos amarnos— será también la noche en que todo se desate.

***

La noche nos cubre como un velo cómplice mientras el avión despega. Desde mi asiento, veo cómo las luces del Líbano se alejan poco a poco, convirtiéndose en un collar de oro que se disuelve bajo el manto oscuro del mar. Nadir toma mi mano. No dice nada, pero el calor de sus dedos me basta.
Por primera vez en semanas, siento que respiro libre.

Nos mantenemos en silencio durante casi todo el vuelo. No es un silencio incómodo, sino uno lleno de promesas no dichas, de pensamientos que pesan más que las palabras. Afuera, las estrellas parecen escoltarnos, y en algún punto entre la noche y el amanecer, me quedo dormida con la cabeza recargada sobre su hombro.

Cuando abro los ojos, el cielo se ha vuelto dorado.
Madrid nos recibe con el sol apenas asomando sobre los tejados, tiñendo todo de un resplandor cálido que me hace pensar que el destino, por fin, ha sido benévolo con nosotros.

Al bajar del avión, siento una mezcla de cansancio y emoción. Tomamos un coche directamente hacia el hotel Khalil, el mismo que la familia tiene en la ciudad.

—Por ahora nos quedaremos aquí —me murmura Nadir, con la mirada fija en la ventana—. En cuanto pueda, tendremos una casa.

—Dónde sea… pero contigo —le respondo.

Él sonríe, esa sonrisa que me da fuerza, y aprieta mi mano.

—Llegaremos, nos ducharemos, y en cuanto abran el registro civil, nos casaremos —me asegura, con una determinación que me conmueve.

Asiento con la cabeza, dejando que la ilusión me inunde. 

Madrid se despierta a nuestro paso: las calles mojadas por el rocío, los cafés abriendo, los primeros transeúntes con bufandas apretadas al cuello. Todo parece nuevo, esperanzador.

El hotel Khalil en Madrid es distinto al de Líbano: más discreto, más europeo, pero con ese toque árabe que se filtra en los mosaicos de la entrada y en las lámparas de cristal que cuelgan del vestíbulo. Es elegante, sereno, casi mágico.
Si pudiera elegir un lugar para empezar de nuevo, sería este.

—Vamos… la habitación está lista —me dice Nadir, con una emoción contenida en la voz.

Pero apenas cruzamos la entrada, algo cambia. El encargado, un hombre mayor que Nadir, corre hacia nosotros. Su rostro no refleja alegría, sino preocupación.

—¡Señor Khalil! —exclama, visiblemente aliviado—. Gracias a Dios… está bien.

Nadir frunce el ceño.

—¿Por qué no habría de estarlo?

El hombre nos observa con nerviosismo, bajando la voz.

—No lo sabe… —titubea—. Creí que usted estaba allá, viendo la situación.

Mi pecho se oprime.

—¿Qué situación? —pregunto, sintiendo cómo mi voz se quiebra.

El encargado traga saliva antes de continuar.

—Anoche hubo un atentado en el Hotel Dar Khalil.

Siento que el aire me abandona. El eco de sus palabras retumba en mi cabeza.
Nadir palidece, da un paso al frente.

—¿Qué… está diciendo? —balbucea.

—La policía aún investiga, pero hubo disparos y varias víctimas —dice el hombre, bajando la mirada—. Su padre… el señor Khalil… no sobrevivió.

El mundo se detiene.

El equipaje cae de mis manos y el golpe resuena en el vestíbulo vacío. Miro a Nadir. Su expresión se rompe. Sus labios tiemblan, pero no sale sonido alguno. Los ojos se le pierden en algún punto que ya no existe.

No hay lágrimas todavía. Solo un silencio denso, brutal, que pesa más que el aire.
El sol termina de entrar por los ventanales del hotel, iluminando el polvo suspendido, los rostros, la tragedia.

—¿Mi padre… falleció? —pregunta Nadir, como si la duda pudiera cambiar la verdad.

—Así es, señor —responde el encargado con voz baja—. El señor Khalil está muerto.

El silencio vuelve, más grande, más devastador. Y yo solo puedo mirarlo, sintiendo que el suelo se abre bajo nosotros. Así termina la noche en que creímos haber escapado. No lo sabíamos, pero mientras volábamos hacia nuestra libertad… el infierno nos esperaba en tierra.

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