AMIR 

No consigo estar en paz. Cada segundo que pasa el aire se vuelve más denso, como una sábana que me cubre los hombros. Me quedo al pie de la escalera, inmóvil, casi una estatua, vigilando que nadie suba mientras Faris y sus hombres están arriba.

Hace casi media hora dejé la puerta trasera abierta. Por ahí entraron ellos, con uniformes del personal: camisas blancas, chalecos, sonrisas de quien pasa desapercibido —y algo más bajo la ropa, algo que no veo hasta que ya es tarde. Nadie sospechó. Yo mismo los saludé como si fueran parte del turno nocturno. Todo debía salir rápido, limpio, sin ruido.

Pero el tiempo se ha vuelto un enemigo. No sé cuánto tardarán. No sé si alguien los vio, si el plan se complicó, si habrá ruido que los delate. Apoyo la mano en la barandilla y miro hacia arriba. La música del salón llega amortiguada, un murmullo que no me permite distinguir pasos ni palabras. Mi corazón golpea con violencia dentro del pecho y el latido resuena en mis oídos. Siento el sudor recorrer mi espalda y pegar la camisa al cuerpo.

—Vamos… —me digo, apenas en un susurro—. Terminen de una vez.

Pasa una pareja de huéspedes por el pasillo; les devuelvo el saludo con la máscara de siempre. No sospechan nada. En cuanto se alejan, mi respiración se hace más corta. No puedo seguir esperando inmóvil; en cualquier momento alguien subirá a una habitación y será un desastre.

Subo por la escalera con pasos rápidos pero contenidos, clavando la planta del pie como quien no quiere que el sonido viaje. Cada peldaño pesa más que el anterior; la madera cruje apenas bajo mi peso. El pasillo está en penumbra: las lámparas arrojan círculos de luz que apenas alcanzan las puertas cerradas.

De pronto, un ruido seco corta el aire: un golpe, seguido por algo más agudo… y entonces un disparo.

El estallido retumba en el corredor y me deja helado. Por un segundo mi mundo se queda sin aire. Me detengo y me pego contra la pared, buscando cabeza fría para entender. No sale nadie de la habitación. Nadie.

Avanzo con cuidado, cada movimiento medido. Reconozco la puerta: es la habitación de mi hermano. El pomo tiembla en mi mano cuando la empujo con lentitud. Asomo la cabeza y la visión me perfora como un golpe.

—¡Padre! —grito antes de saber por qué, empujando la puerta con el impulso del pánico.

Él está en el suelo, inmóvil. La alfombra a su alrededor tiene manchas oscuras, la cómoda está volcada, una copa rota junto al borde de la mesita. El balcón está abierto; las cortinas se mueven con la brisa nocturna y dibujan sombras bailarinas sobre el cuerpo tendido.

—¡Padre! —digo con la voz rota—. ¡Padre, por favor, no te quedes!

Me arrodillo junto a él y noto su piel tibia. Le pongo la mano en la frente: todavía hay calor, pero su respiración es apenas un hilo. Intento incorporarlo, no sé bien cómo; el mundo se curva y mis manos tiemblan.

—Voy por ayuda, no te mueras —susurro, aunque suena a plegaria vacía.

Al ponerme en pie, un peso fulminante me atraviesa la nuca: un golpe que me quita el aire y la visión se me nubla. Todo se va a negro mientras caigo, y el último sonido que alcanza mis oídos es un eco distorsionado del pasillo: pasos apresurados saliendo de ahí. 

***

—Amir… Amir, hijo. 

Escucho la voz de mi madre que esclarece las sombras. Abro los ojos, y veo su rostro lleno de lágrimas mientras acaricia mi cabello. 

—¡Amir! —expresa—. ¿Cómo te sientes? ¿Estás bien? 

Me levanto de inmediato. Casi pegándole a mi madre en el rostro. 

—¡Padre! ¿Cómo está mi padre? —pregunto con urgencia. 

Mi madre cierra los ojos y veo cómo se quiebra. Sus hombros tiemblan, el maquillaje se le corre con las lágrimas, y de pronto, el aire se llena de ese silencio que solo dejan las tragedias.

A lo lejos, reconozco la habitación principal: el cuerpo de mi padre yace sobre la cama, cubierto con una sábana blanca. Mi hermana está a su lado, aún con el vestido de novia arrugado, el velo caído sobre el suelo, los ojos hinchados de tanto llorar. 

Los Lafuente también están ahí, abrazados, incapaces de entender lo que ocurre, mientras la familia del novio —atónita, incómoda— guarda silencio. Sarah, la prometida de Nadir, espera en silencio. 

—¡No! —mi voz se rompe—. ¡No, no puede ser!

—Fue un disparo directo al corazón —dice mi madre, sin fuerzas, con la voz hueca—. No se pudo hacer nada.

—No, no… —balbuceo, llevándome las manos al rostro—. Fue mi culpa… fue mi culpa…

Pero antes de que ella pueda responderme, se escucha el sonido de botas en el pasillo. La puerta se abre bruscamente y entra un grupo de policías. Uno de ellos levanta la mano, pidiendo silencio.

—Nadie salga del hotel —ordena con voz firme—. Varias habitaciones fueron saqueadas esta noche. Encontramos a un hombre armado, disfrazado de mesero, pero recibió un disparo y está muerto.

El caos se desata otra vez.

Los huéspedes que estaban cerca comienzan a murmurar, algunos gritan, otros se echan a llorar. Una mujer se desmaya y otro huésped intenta ayudarla. El sonido de las sirenas afuera se mezcla con el llanto y el desconcierto.

—¿Qué… qué está pasando aquí? —pregunta mi madre, aún sin apartar la vista de mí. 

—Hay múltiples víctimas y pérdidas materiales —responde el oficial, hojeando una libreta—. Parece que el robo fue planeado desde dentro.

En ese instante, la madre de Amira, pálida, da un paso al frente.

—¿Y mi hija? —pregunta con desesperación—. ¡¿Dónde está Amira?! ¡Alguien dígame dónde está mi hija!

Mi corazón se detiene. Busco con la mirada entre los presentes… pero Amira no está.
El vacío que deja su ausencia me corta la respiración.

Faris.

Dios mío… ¿y si se la llevó?, pienso.

Siento un sudor frío recorrerme la espalda, pero no digo nada. No puedo. Si hablo, todo saldrá a la luz.

Mi hermana se levanta de golpe, furiosa, con el rostro empapado de lágrimas.

—¿Y Nadir? —reclama con la voz quebrada—. ¡Él estaba a cargo de todo! ¡De la seguridad, de los preparativos! ¡Él tenía que saber! ¿Dónde está Nadir?

Mi madre levanta la vista, helada.

—Buena pregunta —susurra—. ¿Dónde está Nadir?

Antes de que alguien conteste, las puertas se abren de nuevo. Entran dos policías más, arrastrando a Faris esposado, con la camisa manchada de sangre seca y una sonrisa apenas contenida.
Mi estómago se encoge.

—Lo encontramos en los jardines del hotel —dice uno de los oficiales—. Iba armado.

Mi madre reconoce a Faris. Voltea de inemdiatio a verme y sé que lo sabe. Sabe que todo esto fue mi culpa. Aprieta los labios y respira. No es necesario leer su mente para saber que está decepcionada de mí.  La muerte de mi padre fue por mi culpa. 

—Madre… —murmuro, a punto de confesar—. Yo. 

—Cállate… —me dice entre susurro.

Y entonces. Por primera vez en toda mi vida, la suerte corre de mi lado. En ese momento, otro agente de la policía entre, esta vez con un papel en la mano. 

—Disculpen —dice, acercándose a los Lafuente—. No encontramos a la señorita Amira, pero esto estaba en su habitación.

La madre de Amira toma el papel con las manos temblorosas. 

—¿Qué? —pronuncia, bastante decepcionada. 

Mi madre va hacie ellos, toma la nota y logró ver dos palabras escritas, torpes, precipitadas:

“Lo siento.”

—¿Qué… qué significa esto? —susurra la madre de Amira, mirando a todos los presentes.

Entonces, mi madre sonríe y me ve a los ojos. Tiene un plan, como siempre tiene un plan.

—Alguien debió verla visto… —habla su padre. 

—¡Leila! —grita mi madre—. ¡Traigan a Leia!

—Madre… 

—¡Cállate! —me ordena y me echa una mirada que me calla. 

Leila, momentos después, entra nerviosa. 

—Leila… ¿Has visto a mi hijastro? —pregunta. 

Leila se queda en silencio. Ve a mi madre y en un susurro admite. 

—Lo…lo vi.

—Lo viste…  

—Du…durante la boda. Salió hacia el jardín. Luego subió a la habitación y ya no lo volví a ver. 

—¿Crees que pudo salir por la puerta de atrás? —dirige mi madre la narrativa. 

—Supongo… 

Mi madre sonríe triunfante. 

—Claro que salió.

En ese momento, mi madre ve a Faris, camina hacia él y le pregunta. 

—¿Ese anillo…? —pregunta, con la voz firme—. ¿Es de la señorita Lafuente, no es cierto? 

Faris  levanta la mano esposada. En su dedo brilla el anillo que él se quedó del robo pasado. Ese que tanto le gustó. 

Faris sostiene mi mirada, y en su sonrisa descubro el golpe final.

—Sí —responde con calma, entendiéndolo todo—. Ella y el joven Nadir me pagaron para hacer una distracción. 

Un silencio sepulcral cubre la habitación.

La madre de Amira comienza a llorar desconsolada, mientras mi madre respira hondo y murmura:

—Entonces todo encaja…

Da un paso al frente, su voz se alza con la fuerza del veneno.

—Nadir lo planeó todo. Seguro subió a la habitación para tomar sus cosas y cuando mi amado esposo trató de detenerlo… lo mató. Mató a su propio padre para poder huir con la prometida de su hermano.

Nadie la contradice. Los presentes bajan la mirada. Los murmullos se convierten en condena. Y yo, en medio de todos ellos, siento cómo el suelo me traga. Porque sé que mi madre se equivoca. Sé que mi hermano no disparó.Que él no planeó nada. Que si yo no hubiera abierto aquella puerta…
mi padre seguiría vivo.

Sin embargo, también soy muy cobarde para admitir todo; así que sólo me quedo callado. Mi madre, se lleva las manos al rostro y se quiebra. Llora. 

Mi hermana viene a abrazarla y juntas lloran aun más fuerte. Yo veo a los padres de Amira. El rostro de su padre lo dice todo. Ese día, no sólo Amira y Nadir han roto sus alianzas; también han caído en desgracia. Y así, es como mi madre me ha liberado de la culpa, me ha liberado de mi alianza. 

6 Responses

  1. Es tan…… Desgraciada!!!! Una maldita!
    Pero que buen capitulo, ya quiero saber que sigue, que más está pasando

  2. What??? No puede ser!!!! Osea que desgraciada esa mujer! Le ws mas facil culpa a Nadir que crier bien a au hijo ushhh!!!

  3. Que mujer tan mala, una vez más protegiendo a su hijo y culpando a otros…espero no te salgas con la tuya y pagues todo el mal que has echo… vieja desgraciada

  4. Necesito saber cómo se murió el viejo… Quiero creer que los Lafuente saben la hija que criaron…

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