NADIR 

Amira y yo nos encontramos en la habitación en silencio. El reloj de la pared marca los segundos con una precisión cruel. Cada tic es un golpe en el pecho. Después de la noticia que me han dado, sigo sin palabras. Dicen que hubo un atentado en el hotel. Que mi padre… murió. La palabra murió retumba en mi cabeza como un eco hueco, imposible de aceptar.

Me quedo sentado en el borde de la cama, mirando al suelo, mientras las imágenes se mezclan en mi mente: el rostro de mi padre, su voz dura, su mirada. No parece real que se haya ido. 

—¿Te estás arrepintiendo? —la voz de Amira rompe el silencio.

Levanto la mirada. Había olvidado que estaba a mi lado, tomándome la mano, su piel cálida contra la mía. 

—No —respondo de inmediato, con la voz firme, mirándola a los ojos—. Jamás me arrepentiré.

Ella asiente, pero veo el temblor en sus labios. El miedo la habita, aunque trate de ocultarlo.
La incertidumbre le roe el alma, lo sé, porque también me está devorando a mí.

Extiendo la mano y acaricio su rostro con suavidad.

—Lo de mi padre es una tragedia… —digo con un hilo de voz—. Pero no puedo cambiar lo que pasó. Llevaba días sin hablarle, y nunca logré entenderlo. No me dio la oportunidad de despedirme… y quizás eso es lo que más duele.

Ella aprieta mis dedos, con ternura.

—Lo siento mucho, Nadir. De verdad. Si quieres… —duda— si quieres, podemos postergar la boda. Regresar. Podemos decir que yo quería venir a ver a Fátima y me trajiste. Que fue un capricho mío y… 

—No —la interrumpo con firmeza.

—Pero…

—No —repito, más suave, pero con la misma convicción—. Nos casaremos hoy. En unas horas. —Tomo su mano con fuerza y miro el anillo que lleva puesto, el de mi madre. Los zafiros brillan bajo la luz de la mañana—. Si regresamos a Estambul, lo haremos como marido y mujer. Dijiste que estabas en esto conmigo. 

—Y lo estoy… —me contesta de inmediato—. Sólo que no deja de asustarme. Nunca en mi vida había tomado una decisión así. Siempre ha sido todo tan calculado. Y ahora, la libertad y mis decisiones me abruman. 

—La libertad para nosotros es un símbolo de traición. Para otros… es un derecho. Pero estamos aquí dispuestos a desafiar todas esas reglas y Alianzas. Enfrentaremos al mundo juntos, porque… ¿eso es lo que hace un matrimonio, cierto? —le pregunto. 

Ella asiente. Me da un beso sobre los labios. 

—Entonces, vamos a casarnos, Amira —digo—. Y pase lo que pase, juro que haré todo lo que esté en mis manos para protegerte y darte la vida que mereces. 

Ella sonríe, con un brillo de fe en sus ojos. 

—Nada, ni siquiera la misma muerte, el dolor o la incertidumbre hará que yo no me quiera casar contigo… —le digo con firmeza—. Seremos marido y mujer. 

***

Horas después, todo parece moverse con una calma irreal. El caos del mundo —la muerte, la culpa, el pasado— queda suspendido fuera de estas paredes. Solo existimos Amira y yo.

Ella está de pie frente al espejo, con un vestido blanco sencillo, ligero, que cae sobre su cuerpo perfectamente amoldado a su cintura. El tejido es fresco, sin adornos innecesarios, y sin embargo, le da una elegancia que ninguna joya podría igualar. 

Su cabello está suelto, rizado, apenas sostenido por un broche dorado, y su piel resplandece bajo la luz tenue que entra por la ventana. Cuando se gira hacia mí, el corazón se me detiene.

—¿Qué? —pregunta, con una sonrisa tímida.

—Que te ves perfecta —le respondo, y por primera vez en días, mi voz suena tranquila.

Yo llevo un traje azul marino. De cuello mao, sobrio, elegante. El mismo que usé hace meses para una cena de negocios, pero hoy, al ponérmelo, parece tener un nuevo propósito: convertirme en el hombre que elegí ser.

Nos miramos en silencio, como si ambos intentáramos memorizar ese instante, grabarlo en la piel antes de salir al mundo y desafiarlo todo.

—Es hora —le digo con voz baja, apenas un susurro que tiembla entre los dos.

Amira asiente. Me toma de la mano, y ese gesto simple me devuelve el aliento que no sabía que estaba conteniendo. Su perfume, ligero, con notas de jazmín, me envuelve de repente, trayéndome de golpe la certeza de que no hay marcha atrás.

Le doy un beso suave, apenas un roce sobre sus labios, pero suficiente para que el mundo vuelva a girar.

—Pase lo que pase —murmuro contra su boca—, no miraré atrás.

Ella sonríe, y su mirada tiene la calma de quien también ha tomado una decisión.

—Entonces vayamos, Nadir. Ya no hay nada que temer.

Y así, con su mano entre la mía, salimos de la habitación rápido, casi sin respirar, cuidando cada paso, evitando las miradas curiosas del personal del hotel. La brisa madrileña nos recibe con suavidad, mezclando el aroma del asfalto húmedo con el viento caliente.

—El registro abre en unos minutos —le digo mientras caminamos.

—No puedo creer que estemos haciendo esto —responde ella, y aunque su voz tiembla, sus ojos brillan con determinación.

Le beso la mano.

—Tampoco yo. Pero no hay vuelta atrás, Amira. A veces, los actos más valientes son los que parecen una locura.

Avanzamos por la acera, perdiéndonos entre la multitud. Nadie nos mira, y eso me da cierta paz. Somos dos desconocidos en una ciudad que no nos debe nada. Donde no nos conocen, donde nadie nos detiene. 

Al doblar la esquina, un puesto de flores me llama la atención.

—Espera aquí —le pido, soltando su mano un momento.

El florista, un hombre mayor con bigote y acento castizo, levanta la vista cuando me acerco.

—¿Qué desea, joven?

—Un ramo —respondo—. De flores blancas. Las más frescas que tenga.

El hombre asiente y comienza a armarlo con cuidado: lirios, margaritas, algunas gardenias. El aroma me recuerda a la habitación de mi madre, antes de que todo se volviera polvo y ceniza. Cuando regreso, se lo entrego a Amira.

—Para ti. —Le sonrío—. No hay boda sin flores.

Ella lo toma, sorprendida, y por un instante, su mirada se llena de ternura.

—Son hermosas… —susurra—. Gracias, Nadir.

Seguimos caminando, y a los pocos metros el Registro Civil de Madrid aparece ante nosotros: un edificio antiguo, de piedra clara, con puertas altas y columnas que parecen custodiar siglos de historias.

Nos detenemos frente a la entrada. El sol brilla con fuerza, haciendo que el anillo de mi madre en la mano de Amira destelle como nunca antes lo había visto.

—¿Lista? —le pregunto.

Amira asiente.

—Lista.

Sonrío.

—Entonces, entremos. Hoy dejamos de huir.

Así subimos los escalones del registro, tomados de la mano. Por un instante siento que, por fin, el mundo se aquieta. Todo lo que hemos perdido, todo lo que dejamos atrás, parece volverse insignificante frente a esto: la única alianza que importa es la nuestra, la que Amira y yo hemos decidido tener.

—Soy Nadir Khalil —digo al llegar al mostrador.

La recepcionista, una mujer de cabello recogido y sonrisa amable, revisa unos papeles antes de responder:

—Claro… Boda Khalil. El juez los atenderá en unos momentos.

Asiento y regreso junto a Amira, que me espera en una de las bancas del pasillo. Sus manos juegan con el ramo de flores blancas, nerviosas, y su mirada se pierde en dirección a las escaleras, como si temiera que en cualquier momento alguien apareciera para detenernos.

—¿Qué pasa? —le pregunto en voz baja.

Ella sonríe con una fragilidad que me desarma.

—Nada… sólo estoy nerviosa —admite—. Pensándolo bien, no soy tan anónima en esta ciudad. En cualquier momento podrían avisarle a mis padres y…

—Para ese instante, nosotros ya estaremos casados —la consuelo, tomándole la mano.

Amira respira hondo, como si intentara grabar cada segundo. El murmullo de otras parejas, las voces de los funcionarios, el sonido lejano de un reloj marcando la hora… todo parece desvanecerse cuando escuchamos nuestros nombres.

—¿Nadir Khalil y Amira Lafuente? —llama una mujer desde la puerta del salón principal.

Nos miramos.

—¿Ves? —le digo con una sonrisa—. Ya nos toca.

Ella asiente. Sus dedos se aferran con fuerza al ramo, y luego, a mi mano.

—Venga… vamos —susurra, con la voz temblorosa pero decidida.

Y así caminamos hacia el interior del salón, bajo la luz dorada del amanecer que entra por los ventanales. Aquí estamos, Amira y Nadir, dos fugitivos del destino a punto de sellar con un sí su amor. 

Llegamos ante el juez, y él nos recibe con una sonrisa cansada pero amable.
Es un hombre mayor, de bigote gris y ojos claros, de esos que han visto tantas historias pasar frente a su escritorio que ya no se sorprenden de nada. Aun así, hay una suavidad en su tono cuando habla, como si entendiera el peso invisible que traemos con nosotros.

Nos invita a tomar asiento, pero ambos preferimos permanecer de pie, uno frente al otro. La habitación es sencilla, iluminada por la luz del amanecer que se cuela por los ventanales altos. El eco de la ciudad apenas llega hasta aquí; solo se escucha el sonido pausado del reloj de pared marcando el inicio de una nueva hora.

El juez acomoda sus papeles y comienza con voz firme y ceremoniosa:

—Estamos reunidos este día del mes de julio de mil novecientos setenta y cuatro, en Madrid, España, para unir en matrimonio al señor Nadir Adán Khalil Qurṭuba y a la señorita Amira Nour Lafuente Ait.

Hace una pausa, levanta la mirada y sonríe.

—Los contrayentes han manifestado su deseo de unirse por su propia voluntad, en presencia de la ley y de este tribunal. Por tanto, les pregunto: ¿Acude usted, señor Khalil Qurṭuba, a contraer matrimonio con la señorita Lafuente Ait por su libre y plena voluntad?

—Sí —respondo sin dudar, con una voz que me sale más firme de lo que esperaba.

El juez asiente, satisfecho, y se vuelve hacia ella.

—¿Y usted, señorita Lafuente Ait, acepta por esposo al señor Khalil Qurṭuba, por su libre y plena voluntad?

Amira me mira a los ojos. Hay una mezcla de nerviosismo y paz en su rostro.

—Sí —dice con voz suave, pero tan clara que parece llenar toda la sala.

—Antes de cerrar el acta… —dice—. Es costumbre que el esposo dedique unas palabras a su esposa, si así lo desea.

Lo miro, luego miro a Amira.

Ella sostiene el ramo con fuerza, y sus ojos —grandes, expectantes— me buscan.

Doy un paso hacia ella, respiro hondo. Mi voz sale baja, temblorosa al principio, pero sincera:

—Amira… —digo, intentando mantener la voz firme, aunque siento que me tiembla el pecho—. No soy un hombre romántico, pero sí soy observador, detallista… y fiel.

Hago una pausa. Ella me mira con los ojos brillantes, y eso basta para darme valor.

—No sé qué nos depare el futuro. No sé si la vida que tengamos será perfecta o afortunada. Pero te prometo que con mis manos, con mi esfuerzo, con mi nombre y con mi verdad… te amaré hasta el último día de mi vida, sea corta o larga.

Suspiro, porque lo que sigue me nace sin planearlo, desde lo más hondo.

—Me convertiré en el hombre que tú elegiste, no en el que las alianzas decidieron por mí. Hoy te entrego todo lo que tengo —mi presente, mi pasado, lo poco y lo mucho que soy—. Te entrego mi vida… y mi corazón.

Amira se cubre la boca con una mano, y veo cómo una lágrima le cae despacio por la mejilla. El juez guarda silencio, respetuoso.
Pienso que nunca he visto nada tan hermoso como esa lágrima cayendo sobre su sonrisa.

El juez nos observa con amabilidad y, tras un breve silencio, pronuncia las palabras que cambiarán todo:

—Bien. En virtud de las leyes del Reino de España, los declaro marido y mujer.

Asiente, cierra el expediente con cuidado y añade con solemnidad:

—Que conste en acta. Si lo desea, señor Khalil, puede besar a su esposa.

—Espere —digo, alzando una mano. De los nervios había olvidado lo esencial—. Falta algo importante.

Metiendo la mano en el bolsillo de mi pantalón, saco las alianzas. El oro brilla bajo la luz del sol que entra por la ventana, como si el mismo día quisiera bendecirnos. Tomo la mano de Amira con delicadeza y deslizo el anillo por su dedo.

—Con esto —murmuro— te entrego mi vida.

Ella sonríe, toma el otro anillo y hace lo mismo conmigo. Pero antes de soltar mi mano, se inclina y besa la alianza en mi dedo.
Ese gesto, tan simple y tan profundo, me desarma.

—Ahora sí… —susurro.

Amira se muerde los labios. La tomo de la cintura, con cuidado, como si temiera que todo esto fuera un sueño que pudiera desvanecerse. La acerco a mí y la beso. Es un beso tierno, pero lleno de verdad, un sello de todo lo que hemos desafiado para llegar aquí.

Cuando nos separamos, ella baja la vista hacia nuestras manos unidas, hacia los anillos que ahora brillan iguales.

—Ahora compartimos un solo destino —dice, con una sonrisa que me atraviesa el alma.

—Nuestro destino —corrijo suavemente.

Entonces la beso una vez más, más largo, más profundo. Afuera, el sol de julio ilumina Madrid.
Adentro, nace nuestra verdadera alianza, una que huele a jazmín y libertad.

7 Responses

  1. 💘💝💖💗💓💞💕 aaaaaaaa que hermoso capitulo y que la vuelta no se atan terrible🙏🏽🙏🏽🙏🏽🙏🏽

  2. Genial ahora si hay Alianza!!!! vamos a ver como el papa de Amira evalua lo que paso y cual va a ser el apoyo para estos dos. Igual fue con David, fue el apoyo para iniciar el negocio y fue otra alianza,

    Maravilloso capitulo!!!!

  3. Que lindo!!!!!
    No me gusta que los tengan como los.culpables al pero lado… pero esperemos que la.bruja no siga con las suyas…

  4. Es una victoria para aquellos con gran corazón, juntos van a poder sobrellevar mejor todo lo que se viene

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