AMIRA

No puedo creerlo.

Cada vez que miro mi mano y veo el anillo brillando bajo el sol, me parece imposible pensar que ahora soy su esposa… la esposa de Nadir Khalil.

Un hombre como él —tan guapo, tan fuerte, tan decidido— jamás había estado en mis sueños, porque siempre creí que los hombres así no eran para mujeres como yo. Pero aquí estoy, caminando junto a él por las calles de Madrid, riendo, tomados de la mano, como si el mundo fuera solo nuestro. Nadir lleva las mangas arremangadas y la chaqueta colgada del brazo; su sonrisa parece diferente, más libre, más real.

—¿Eres feliz? —me pregunta, girándose para verme.

—Mucho —le respondo sin pensarlo.

Y es verdad.

Decidimos que no habrá viaje de bodas. No hace falta. Hoy, el simple hecho de estar aquí, caminando sin miedo, sin Aida, sin las miradas vigilantes del hotel, ya es un milagro. Nadir me ha prometido que pronto compraremos una casa, un lugar pequeño pero nuestro, y que él se encargará de todo. Yo solo debo ser feliz.

Paramos en un restaurante cerca de la Plaza Mayor. Es pequeño, con mesas al aire libre y manteles de cuadros rojos. Nadir pide vino y pan, y cuando llega la comida, brindamos.

—Por nosotros —dice él.

—Por nuestro destino —respondo, sonriendo.

Chocamos las copas, y por un momento, el ruido de la ciudad se desvanece.

Durante la comida, hablamos de todo: del hotel en Líbano, de los lugares que queremos visitar, de la posibilidad de abrir algo propio algún día. Cada palabra suya me llena de ternura, y cada vez que su mano roza la mía, el corazón me da un salto.

No mencionamos a nuestras familias. No aún. Hemos decidido esperar hasta mañana para dar la noticia. Queremos tener esta noche solo para nosotros, sin reproches ni llamadas, sin el peso del pasado.

Pero cuando pienso en eso —en la noche de bodas— siento un calor que me sube desde el pecho hasta el rostro. No es miedo, exactamente, sino nervios… una mezcla de expectativa y timidez.

Mientras caminamos de regreso al hotel, Nadir me rodea los hombros con un brazo.

—¿En qué piensas? —pregunta con una sonrisa traviesa.

—En que no puedo creer que todo esto sea real —respondo, y mi voz suena más suave de lo que esperaba.

—Entonces esta noche te lo probaré —dice en voz baja, con un tono tan profundo y cálido que me estremece por completo.

Sus palabras me hacen sonreír, aunque también siento un cosquilleo nervioso en el estómago. Me suelto de su mano un momento, solo para secar la humedad de mi palma contra el vestido. Cuando vuelvo a tomarla, él la gira despacio y deposita un beso en el centro, con una ternura que me desarma.

—Te tengo una sorpresa al llegar… —murmura.

Eso dispara mis alarmas y eleva mis nervios al doble. Pero al llegar al hotel, todo se transforma en emoción. Subimos por el ascensor, en silencio, con las manos entrelazadas. Noto que no vamos a la habitación donde habíamos dejado nuestras cosas; es otro piso, otro pasillo.

Cuando la puerta se abre, me quedo sin aliento.
La habitación es enorme, con un balcón que se abre hacia la ciudad. Madrid se extiende frente a nosotros, dorada por el atardecer. Pero no es la vista lo que me roba el aliento: son las rosas, cientos de pétalos esparcidos por el suelo, las velas encendidas en cada rincón y el aroma envolvente a jazmín y miel.
Parece una escena de un sueño… o de una promesa cumplida.

—Nadir… —murmuro, casi sin voz.

Él sonríe, complacido al ver mi reacción.

—Bueno… —dice con una media sonrisa—. Si no tuvimos una boda grande, ni una luna de miel, al menos tendremos una noche de bodas inolvidable.

No sé qué responderle. Solo asiento, intentando no parecer tan nerviosa como estoy.

—¿Quieres un poco de champaña? —pregunta, caminando hacia la mesa donde descansan una botella abierta y dos copas.

—Sí… —contesto, apenas un suspiro—. Tal vez me ayude con los nervios.

Él se ríe suavemente, sirve el champaña y me tiende la copa. El cristal choca con un leve tintineo.

—Por nosotros —dice.

—Por nosotros… —murmuro. 

Tomo un sorbo, mientras los ojos de Nadir se clavan en los míos. La champaña no me quita los nervios. Ni siquiera después de una copa entera. Así que dejo la copa vacía sobre la mesa y lo miro, con las manos temblándome un poco.

—Estoy… muy nerviosa —le confieso por fin, con la voz apenas audible.

Nadir me observa, y esa mirada suya —tan profunda, tan firme— me hace sentir desnuda, no en el cuerpo, sino en el alma.

—No tenemos que hacer nada, Amira —dice con calma, acercándose despacio—. No quiero que te sientas incómoda.

—No… no es eso —balbuceo—. Lo que pasa es que… yo nunca lo he hecho. Estos besos que me has dado son… —me quedo sin aire— y yo…

Nadir deja su copa sobre la mesa y toma mi rostro entre sus manos con una suavidad que me desarma.
—Sé lo que te pasa, mi amor —susurra—, y lo comprendo. No te obligaré a nada. No te forzaré jamás. Respetaré tus tiempos, tus deseos.

Sus palabras me alivian. Siento que el pecho se me afloja, que puedo respirar.
—Tú… ¿has estado con alguien? —pregunto con timidez.

Nadir asiente, sin apartar la mirada de la mía.
—A mis veinticinco años… sí. Perdí mi virginidad a los diecisiete.

—Un año menos que yo —murmuro, pensativa.

Él sonríe con un aire sereno, y al servirse más champaña, me dice:
—Pero es diferente entre mujeres y hombres. Injusto, si me lo preguntas.

—¿Injusto? —repito, arqueando una ceja.

—Sí —responde con voz firme—. A los hombres se nos permite equivocarnos, explorar, decidir quiénes somos. Pero a ustedes les exigen perfección desde niñas: que sean prudentes, hermosas, dóciles, listas… y además agradecidas. —Da un sorbo antes de continuar—. A nosotros nos educan para conquistar el mundo. A ustedes, para sobrevivir en él.

Sus palabras me dejan callada unos segundos. Siento un nudo en la garganta, mezcla de asombro y emoción.

—Nunca había escuchado a un hombre decir algo así —admito al fin.

—Porque la mayoría no quiere verlo —responde sin titubear—. Pero yo sí lo veo, Amira. Lo he visto toda mi vida. Y si algo tengo claro… —deja la copa sobre la mesa, se inclina hacia mí y me mira directamente a los ojos— …es que no quiero ser parte de lo que las silencia.

Y entonces, sin saber cómo, mis nervios comienzan a desvanecerse. No sé si es por la champaña o por sus palabras, pero siento paz.

—Por eso, mi vida —dice en voz baja—, no haré nada que te haga sentir incómoda. Puedo esperar.

—Pero… esperar significa que podrías ir con otra y… —me interrumpo, avergonzada por mi propio pensamiento.

Nadir sonríe, negando con la cabeza.

—¿Ves a alguien más aquí? —pregunta con suavidad—. Amira, mi amor… no desafié a mi familia, ni renuncié a todo por ti, para después irme con otra mujer. Sí, he estado con otras, pero en lo que a mí respecta, tú serás la última… y la única.

Me quedo sin palabras. El rubor me sube hasta las mejillas, y por primera vez esa noche, no siento miedo… solo la certeza de que me ama de verdad.

Nadir me rodea con los brazos, y su calor me envuelve por completo. Siento su respiración tranquila contra mi cabello, su pulso acompasado al mío.

—Te amo, Amira —susurra junto a mi oído—. Eso no lo dudes nunca.

—No lo dudo… —murmuro, apenas un hilo de voz.

Él se aparta lo suficiente para mirarme a los ojos.

—Quiero que te sientas segura conmigo —dice despacio, con esa voz profunda que me atraviesa—. Que sepas que aquí, conmigo, no hay miedo ni obligación. No tienes que esconder lo que sientes, ni lo que deseas. Quiero que explores, que me digas lo que te gusta, lo que no. Que seas libre… en todos los sentidos.

Sus palabras me estremecen. Hay ternura en su tono, pero también una fuerza nueva, una invitación a descubrir sin culpa.

—Aquí estás a salvo, Amira —añade—. Aquí eres libre.

Entonces, sus manos comienzan a acariciarme con lentitud, recorriendo mi espalda, mis brazos, con una delicadeza infinita. No hay prisa, solo calma. Solo promesas.
Me deposita un beso suave en la frente. Luego otro en la mejilla. Y otro, más abajo, en el cuello. Cada uno es más cálido, más firme, más lleno de intención.

Cierro los ojos.

El miedo se disuelve.

Y por primera vez, no pienso en nada más que en él.

—Yo… —murmura, mientras sus labios rozan mi cuello con suavidad— tengo dos caras. Una que muestro ante todos: seria, fría, firme… la que esperan de mí.
Hace una pausa, levanta la mirada y me sostiene la vista con una intensidad que me corta la respiración—.Y la otra —continúa, rozando mi mejilla con la yema de los dedos— es la que sólo tú conoces. La que no obedece a nadie. Contigo no soy el hijo de los Khalil, ni el heredero, ni el hombre de las alianzas.

Se inclina un poco más, su voz apenas un susurro sobre mi piel.

—Contigo… soy solo Nadir. Un hombre sencillo, apasionado… y tuyo.

Entonces sus labios encuentran los míos. Su beso es suave, contenido, como si temiera romper algo sagrado. Pero enseguida se vuelve más profundo, más intenso. Siento sus manos recorrerme con delicadeza, sujetando mi rostro, marcando el ritmo, y el mundo se disuelve a nuestro alrededor. El aire, la luz, el murmullo lejano de la ciudad… todo desaparece. Solo quedamos él y yo, respirando el mismo aire, latiendo al mismo compás.

Su boca tiene el sabor de la champaña. Lo beso de vuelta, entregándome sin reservas. Siento su respiración acelerarse, su cuerpo temblar apenas contra el mío. Mis manos buscan su cuello, su pecho, su calor. Quiero más, quiero fundirme con él, y sin pensarlo comienzo a desabrocharme el vestido.

Pero entonces, Nadir me detiene con un gesto suave, sus dedos rozan los míos y los atrapa.

—No —murmura, con una ternura que me corta el aliento—. No así. Quiero que todo sea perfecto.

Me aparta un poco, lo suficiente para mirarme a los ojos.

—Hay dos habitaciones —explica con voz baja—. Esta es la mía… la de al lado es tuya.

Toma mi mano y la besa.

—Ve, mi amor. Cámbiate con calma. No hay prisa. Te esperaré en mi habitación.

Asiento, con el corazón latiéndome desbocado. Mientras me alejo, él me sigue con la mirada, y sé, por primera vez en mi vida, que voy hacia algo que no tiene regreso.

Entro en la habitación y, por un instante, me quedo sin aliento. La habitación está tenuemente iluminada por una lámpara de pie, que baña todo con una luz dorada y suave. Sobre la cama, perfectamente extendida, hay una caja blanca con un lazo de satén marfil. Me acerco con cautela, como si temiera romper el hechizo que flota en el aire.

Al abrirla, el aroma a nuevo ya limpio me envuelve. Dentro, cuidadosamente doblados, hay prendas delicadas, tan bellas que me tiemblan las manos solo de tocarlas: lencería fina, un camisón de seda que parece hecho de luz y un albornoz blanco, tan suave que casi parece una caricia. Todo impecable, todo elegido con intención.

Paso mis dedos por la tela y sonrío sin poder evitarlo.

—Blanco… —susurro para mí—. Claro, su color favorito.

Tomo el camisón entre mis manos, respiro hondo y empiezo a vestirme con cuidado, casi con reverencia. La seda se desliza por mi piel como agua tibia, suave y ligera, provocándome un leve cosquilleo que me recorre los brazos. Cada movimiento se siente distinto: más consciente, más lento, como si todo el aire del cuarto se hubiera llenado de expectación.

Frente al espejo, me perfumo el cuello y las muñecas. El aroma de azahar y vainilla me envuelve; es dulce, pero elegante, y me hace sonreír. Acomodo mi cabello con las manos, dejando que caiga suelto sobre mis hombros. Miro mi reflejo y no reconozco del todo a la mujer que tengo frente a mí: sus ojos brillan, su pulso late acelerado, y en sus labios hay una sonrisa temblorosa pero decidida.

El corazón me golpea con fuerza. Respiro profundo y salgo de la habitación.
El pasillo que conecta ambas estancias es corto, pero cada paso me parece eterno. Llego frente a la puerta principal y toco con suavidad.

—Adelante —escucho la voz de Nadir desde dentro, grave, serena.

Empujo la puerta con cuidado y entro. La escena me deja sin palabras.
La habitación está bañada en una luz tenue, cálida, que proviene de decenas de velas distribuidas estratégicamente. Las cortinas están cerradas, pero dejan pasar una claridad translúcida que tiñe todo de dorado. Sobre la cama, los pétalos de rosa forman un sendero que sube hasta las almohadas. Hay música suave, casi imperceptible, y el aire huele a madera, flores y algo inconfundiblemente masculino: a Nadir.

Entonces, lo veo.

Sale del baño, con el cabello ligeramente húmedo, y la piel aún perlada por el vapor. Lleva un pantalón de pijama blanco, de algodón fino, y un albornoz del mismo tono, abierto en el pecho. La tela apenas cubre su torso, revelando el contorno de sus hombros, su pecho firme y la piel bronceada que contrasta con la blancura de la ropa.

Por un instante, pienso que tengo frente a mí a un príncipe árabe salido de una leyenda. Y sin embargo, no es solo su cuerpo lo que me estremece, sino la forma en que me mira: con una mezcla de ternura y deseo, como si yo fuera el milagro que nunca esperó encontrar.

—Eres hermosa… —dice en voz baja, acercándose—. Más de lo que imaginé.

Y entonces, ya no hay nervios, ni miedo, ni dudas. Solo el sonido del silencio, el roce de nuestros pasos sobre la alfombra, y la certeza de que esta noche —por fin— seremos uno.

Se acerca a mí, despacio, y mi cuerpo reacciona antes que mi mente.
Siento que los nervios se me disuelven, que el aire se espesa, que algo dentro de mí tiembla, no de miedo, sino de anticipación. Nadir me sonríe con ternura, esa sonrisa suya que parece tener el poder de desarmarme por completo.

—¿Es cierto que… duele? —pregunto en voz baja, torpe, y enseguida me arrepiento—. Lo siento, yo no quería…

Él no se ríe, ni se burla. Solo sonríe con calma y niega despacio, sin decir una palabra. Su silencio me tranquiliza más que cualquier respuesta. Me acaricia el cabello con la yema de los dedos y deposita un beso suave sobre mi frente, tan delicado que me recorre un escalofrío.

—Tócame… —susurra, tan cerca que siento su aliento en mis labios.

—¿Cómo? —pregunto, temblando.

—Tócame —repite, con voz grave, paciente.

Levanto la mano con inseguridad y la poso sobre su pecho. Su piel está tibia, firme. Siento los latidos de su corazón, fuertes, constantes, y mis dedos tiemblan mientras los deslizo por la superficie dura de sus músculos. Me sonrojo, pero algo en mí despierta: una curiosidad nueva, un deseo suave y cálido que me impulsa a seguir.

—Quítame el albornoz —me pide, apenas un murmullo.

Trago saliva. Mis manos suben hasta sus hombros. La tela cede con facilidad, deslizándose hacia abajo hasta caer al suelo, revelando su torso por completo. La luz tenue resalta la forma de su cuerpo: los hombros anchos, el abdomen bien definido, la piel bronceada. Es hermoso.

—Tócame… —vuelve a decir, con voz ronca.

Yo lo miro a los ojos. —¿Tú no me vas a tocar? —susurro.

—Te tocaré cuando sepa que estás lista —responde, acercándose un poco más—. Ahora, tócame.

Esta vez no dudo. Mis dedos lo recorren con más confianza, del pecho a los brazos, del cuello al vientre. Me acerco, guiada por el instinto, y beso su pecho. La piel está caliente, con sabor a sal y perfume. Él cierra los ojos, y en ese gesto percibo algo que me desarma: vulnerabilidad.

Entonces, Nadir me rodea lentamente con los brazos y me acerca más a él.
Sus manos buscan el lazo del albornoz que llevo puesto, y con cuidado lo deshace. La prenda se desliza hacia el suelo, dejándome solo con el camisón de seda que brilla bajo la luz de las velas.

—Eres preciosa… —murmura, rozando con sus dedos mi mejilla.

Siento que mis piernas flaquean, y él lo nota. Con un gesto tan natural como protector, me toma en brazos. Mi cuerpo encaja en el suyo como si siempre hubiera pertenecido ahí. Me besa mientras me lleva hacia la cama, con la misma dulzura con la que se sostiene una promesa.

Su beso es tierno, prolongado, lleno de cuidado y deseo contenido.
Y mientras me deposita sobre las sábanas cubiertas de pétalos, sé que todo lo que alguna vez temí o esperé termina en ese instante: en sus brazos, en su mirada, en la certeza de que el amor —el verdadero— puede empezar con un suspiro.

Nadir me besa con pasión. Se transforma cuando estoy entre sus brazos. Sus manos me recorren calientes por el cuerpo, mientras el mio se funde de placer. Comienza a estimularme de maneras que no pensé posibles. Aún no me desnuda y yo siento que me quiero arrancar el camisón para sentir su piel. 

Su lengua, su boca, su manos me hacen llegar al cielo. Provocan que mi cuerpo se arqué de placer y pierda el miedo y nos nervios. Gimo, y me cubro la boca llena de vergüenza. Nadir se percata y deja de estimularme entre las piernas. 

—Gime… me gusta escucharte… 

Yo asiento. Pienso que no será posible que lo vuelva a hacer, pero tan solo regresa a estimularme lo hago una y otra vez, tan fuerte como mi pudo me lo hace posible. Me aferro de su cabello, mis uñas pasan por su espalda, hasta que una explosión de placer me invade el cuerpo y me saca de mí. Gimo con un placer que jamás pensé capaz. 

Nadir sube hasta mi boca y me besa. He perdido todo el sentido de desencia y no me importa nada más. 

—Tócame —me pide, y pone su mano en su bulto. 

Me pongo nerviosa de nuevo. Yo jamás había sentido o visto algo así. Son tabués que jamás nos explican a las mujeres y cuando nosotros comentamos nos lo dicen con la minima información. Lo toco y él gime. 

—Amira… —murmura mi nombre. 

Sus dedos se inmiscuyen en mi sexo y yo me siento realmente estimulada. Hay tanto placer en mi cuerpo, que sólo deseo quitarme la ropa y quitársela a él, ser suya. 

—Estoy lista… —murmuro en su oído—. Quiero ser tuya. 

Nadir, entonces, deja de besarme. Se levanta y en un movimiento se quita los pantalones de algodón. Puedo ver su miembro duro, lo que me provoca un poco de pudo y sorpresa. Sin embargo, no tengo tiempo, porque él me quita el camisón dejándome completamente desnuda. 

Sus labios van directo a mi cuello, bajan por mis pechos y una vez más el placer le gana al pudor y cuando menos me doy cuenta, lo siento dentro de mí. Lo hace lento pero constante, hasta que mi cuerpo se acostumbra y comienza a disfrutarlo. 

Ahora soy su mujer. Ante todas las leyes, ante Dios, ante el destino. En cuerpo, alma y corazón.
Ya no hay marcha atrás. Soy suya, completamente suya, y la felicidad me invade hasta las lágrimas. Jamás imaginé que el amor pudiera sentirse así: tan profundo, tan cálido, tan absoluto. Estoy en las manos de un hombre que no solo me desea, sino que me cuida, que me mira como si el mundo terminara y empezara en mí.

La noche se convierte en un largo suspiro. Entre risas suaves, caricias y promesas que no necesitan palabras, Nadir y yo nos pertenecemos en cada gesto, en cada mirada. El tiempo deja de existir; solo queda el rumor del corazón latiendo contra el pecho del otro.

Cuando el amanecer comienza a asomarse, mi cuerpo rendido busca refugio en el suyo. Me recuesto sobre su pecho desnudo, escuchando el ritmo sereno de su respiración. Fuera, Madrid despierta lentamente, pero aquí dentro todo permanece en calma. El aire huele a rosas y a sueño.

Cierro los ojos y dejo que el sueño me venza, con una sola certeza latiendo en mi mente:
soy Amira Khalil, y por primera vez en mi vida, sé lo que significa ser amada.

6 Responses

  1. Oooo que hermoso capitulo cuántos sentimientos y esa forma de pensar de Nadir que bello que bello

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