TRISTÁN
-Madrid-
—Valentina ya había sido amenazada —me dice mi primo Jon, con una tranquilidad que me asusta. Su tono es sereno, pero sus ojos no. Tiene ese brillo tenso de quien está conteniendo más de lo que dice.
—¿Qué quieres decir con ya? —pregunto, sintiendo cómo la voz se me quiebra.
Jon se pasa una mano por el rostro, suspira y me mira directo.
—Desde que encabezó la investigación sobre las fosas en Sonora, empezaron a seguirla y finalmente a amenazarla. Primero fueron llamadas, después correos, mensajes anónimos. Le decían que se detuviera, que no siguiera removiendo la tierra.Pero Valentina no se detuvo, Tristán. Encontró información importante.
Me quedo mudo.
—¿Y por eso…? —no puedo terminar la frase.
Jon asiente.
—Hace tres semanas, Valientes localizó pruebas de que detrás de una de las zonas de entierro estaba una red de tráfico vinculada con un cártel y con autoridades locales. Ella lo sabía. Tenía documentos, grabaciones, testimonios. Y lo iba a hacer público.
Aprieto los puños con fuerza.
—Entonces la callaron —digo, más que pregunto.
—Sí —responde Jon con voz grave—. Se la llevaron para callarla. O para hacerla hablar.
El silencio que sigue es insoportable. Siento que el aire se me escapa, como si todo el peso del mundo se me hubiera caído encima.
Jon se acerca, pone una mano sobre mi hombro.
—Sé que esto no ayuda, pero ella lo sabía, Tristán. Sabía el riesgo. Y aun así, lo hizo. Porque si no lo hacía ella… nadie más lo haría.
—Eso no ayuda en nada, Jon —respondo enojado.
Toda mi familia me rodea. Moríns, en su desesperación, despertó a todos los adultos de la casa, y ahora están aquí, en la sala, formando un círculo de rostros serios, preocupados. Siento sus miradas sobre mí: el miedo de mi madre, la tensión en el rostro de mi padre, la calma quebrada de mis tíos, el silencio incómodo de mis hermanas, los ojos hinchados de Tazarte, que apenas puede hablar. Valentina y él se llevaba bien, se entienden de una forma especial, quizá porque ambos han aprendido a construir un lugar dentro de esta familia que no siempre los comprende del todo.
El ambiente es denso, cargado. Nadie se atreve a ser el primero en romper el silencio.
—Tristán… —dice al fin mi madre, con voz temblorosa—. Entendemos lo que sientes, hijo, pero no puedes irte así. No sabes en lo que te estás metiendo.
—Es peligroso —añade mi tía Julie, llevándose las manos al pecho—. No sabes quién está detrás de esto. No puedes ir tú solo. No sabes si… —Se le quiebra la voz.
—Precisamente por eso tengo que ir —respondo, conteniendo la rabia—. Porque si no voy yo, nadie lo hará. Valentina no tiene a nadie. Es huérfana. Sin familia. Si no la busco yo, quedará enterrada en la nada.
—No digas eso —dice Jo—. Hay gente allá, periodistas, autoridades…
—¿Autoridades? —la interrumpo, casi riendo, sin humor—. ¿Tú confías en las autoridades mexicanas? Valentina tampoco confiaba, por eso hacía lo que hacía. Porque nadie más lo iba a hacer. ¡¿Qué no vieron lo que pasó con su madre?!
—Tristán, piensa —me pide mi tío Manuel, con voz grave—. Tienes un hijo. No puedes irte así, a la ligera. ¿Qué pasará con él si te pasa algo?
—Tengo todo arreglado —respondo, tratando de mantener la calma—. Caro se queda con él. Mi fideicomiso va directamente a Miguel y no le faltará nada.
—Pero le faltará su padre… —dice Alegra, desde el sillón, con los ojos rojos por el llanto.
Me quedo callado unos segundos, mirando el suelo.
—Pero… ¿por qué todos piensan que me pasará algo? —pregunto, levantando la voz—. Solo iré a buscarla. A ayudar.
Mi padre, que hasta ese momento había permanecido en silencio, se inclina hacia adelante, cruzando los brazos.
—Buscarla conlleva mucho más que “ayudar”, Tristán —dice despacio, con esa calma que da más miedo que un grito—. No estás hablando de un viaje cualquiera. Estás hablando de meterte en un lugar donde nadie confía en nadie. Donde no hay garantías, hijo. Ni tu apellido, ni tus contactos, ni tu dinero te van a proteger. Si te acercas demasiado, te volverás parte del problema. Puedes agrabar todo. Puedes poner en riesgo a la familia.
El silencio se espesa en la habitación. Todos me miran, esperando mi reacción.
—Lo sé —respondo al fin, con voz ronca—. Pero Valentina sabía todo eso también… y aun así no huyó. No puedo quedarme aquí sabiendo que está viva, tal vez sufriendo, esperando que alguien haga algo. Y lo tengo que hacer yo.
—Basta —dice, con voz firme.
Todos callan. Yo lo miro.
—No vas a ir —dice sin titubear.
—Papá…
—He dicho que no. No vas a poner un pie en México. Buscarla es exponerte demasiado.
Doy un paso hacia él.
—¿Y si fuera mamá? —pregunto, sintiendo la voz quebrarse—. ¿Y si fueran mis hermanas? ¿Tú te quedarías aquí, viendo la televisión, esperando noticias? Si nos hubiera pasado eso cuando vivíamos en México… ¿Qué hubieras hecho?
Mi padre me mira, con esa expresión suya que mezcla enojo y tristeza.
—Las habría buscado por debajo de las piedras —admite mi padre, la voz hecha arena—. Habría movido el mundo por encontrarlas. Pero tienes que entenderme, Tristán.
Me pone la mano sobre el hombro. El gesto me estremece; no es solo autoridad, es ternura petrificada por el miedo. —Soy tu padre —dice—, mi deber es protegerte. Aunque sé que no harás caso.
Sus palabras me golpean más de lo que quiero admitir. Ahora que soy padre lo entiendo de otra forma: yo haría exactamente lo mismo por Miguel.
Mi madre se acerca y me toma la otra mano, firme y cálida. —Hijo, si vas, hazlo con cabeza. No vayas solo. No actúes desde el dolor.
Moríns asiente con energía. —Por eso Jon y yo iremos contigo.
—No… —niego de inmediato, pero mi voz suena cansada, no enérgica.
—No está en discusión —contesta Moríns, tajante—. No tienes ni idea de a lo que te vas a enfrentar.
—¿Y tú sí? —le lanzo, la rabia todavía en la garganta.
—Al menos sé cómo moverme —responde él—. Entiendo de autoridades y de leyes. No soy tan “mecha corta” como tú. Eres muy impulsivo, Trist… puedes cagarla y lo sabes.
Jon mira a la habitación, a todos los rostros que nos observan, y sujeta mi mano con la seriedad que siempre ha tenido en los peores momentos. —Yo iré porque tengo un compromiso fuerte con Valentina —dice—. Y necesitarás a alguien que te ayude; alguien que conozca el terreno, los riesgos, y que tenga nervios fríos.
No quiero meter a mi familia en esto, pero me alivia saber que no estoy solo. Que, aunque no quiero arrastrarlos a este peligro, tengo una red que me sostiene. Y sé que la necesito, porque por más que me niegue a admitirlo, no podría hacerlo solo.
—Antes de irte… —dice mi madre, acercándose con esa serenidad que siempre la caracteriza—. Deja todo listo para Miguel. Él se quedará con nosotros y con Ana Caro. No te preocupes, hijo, estará bien cuidado.
Asiento, aunque la idea de separarme de mi hijo me rompe por dentro.
—No sé cuánto tiempo estaré fuera —murmuro, bajando la mirada—. Los proyectos, las presentaciones, todo eso… —Miro a Karl, que hasta ahora ha permanecido en silencio, observando.
—No te preocupes —responde él, con esa voz segura que siempre impone calma—. Linda puede encargarse de todo. Ya lo hablaré con ella. Tú enfócate en lo que tienes que hacer.
—Gracias, Karl.
Él asiente con gravedad.
—Solo prométeme algo: regresa.
El ambiente en la sala se vuelve pesado, silencioso. Cada mirada parece una despedida. Me abrazo a mi madre, luego a mi padre. A cada uno le digo lo mismo: “Voy a traerla de vuelta”. Nadie me contradice, pero sé que en el fondo todos piensan lo mismo: que no hay garantías.
***
Hubiese querido despedirme de Miguel, pero mi madre insistió en que no lo despertara. “Déjalo dormir”, me dijo, con esa voz suave pero firme que no admite réplica. “Mañana yo le explico todo. A mi manera.” Y sé que lo hará. Tiene ese toque maternal que transforma el miedo en calma.
Mientras el avión corta el cielo y se abre paso entre las nubes, no puedo dejar de besar la cruz. Mis pensamientos giran en torno a Valentina, a su voz, a la última vez que la vi sonreír. Rezo, no con palabras, sino con el alma. Desde que estoy con ella, me he acercado más a Dios. No porque ella sea perfecta, sino porque en su fe encontré una forma distinta de resistir.
A lo lejos, Jon habla por teléfono, la voz baja, tensa, alternando entre inglés y español. Se nota que intenta coordinar algo urgente, probablemente contactos y permisos. Frente a mí, Moríns revisa documentos en la computadora; su mirada se mueve con precisión quirúrgica, analizando cada detalle como si entre esas líneas pudiera encontrar el primer hilo que nos lleve hasta Valentina.
—Tenemos que ser estratégicos, Tristán —dice de pronto, sin apartar la vista de la pantalla—. No podemos llegar y exigir respuestas. Si lo hacemos, cerrarán puertas antes de que siquiera sepamos por dónde empezar.
—¿Entonces qué propones? —pregunto, cruzando los brazos, impaciente.
—Empezaremos desde dentro —responde Moríns con calma—. Lo primero será presentarnos en la asociación. Valientes. Es lo más lógico. Ahí conocían todos los pasos de Valentina, sus proyectos, las personas con las que trabajaba. Veremos qué saben y, de ahí, partiremos.
—¿No podemos hablar con alguien “más pesado”? —insisto, buscando atajos.
—¿Para qué? ¿Para que nos ignoren? —me corta, sin levantar la voz—. Ellas llevan más tiempo en este terreno; son ellas las que tienen la memoria de la calle, las redes comunitarias, las rutas. Es lo que necesitamos. Observaremos, escucharemos a las compañeras de Valentina y actuaremos. Eso sí: Jon y tú deben pasar desapercibidos.
—¿Y tú no? —pregunto, clavándole la mirada.
—Yo soy mexicano y parezco mexicano —responde Moríns, encogiéndose de hombros—. Puedo moverme sin llamar tanto la atención. Ustedes no.
—También lo soy —respondo, alzando una ceja.
Moríns me mira de arriba abajo y suelta una risa corta.
—Sí, pero tú pareces más europeo que los europeos. No es que tu apariencia sea mala pero ya tenemos bastante con que Tristán Ruiz de Con haya venido a buscar a Valentina. No sé si me entiendas.
—No, no entiendo —respondo, cruzando los brazos—. ¿Qué quieres decir con eso?
Jon suspira y se inclina hacia mí.
—Tristán, piénsalo. En cuanto la prensa o las autoridades se enteren de que Valentina tenía una relación contigo, van a empezar los rumores. Que si ella tenía vínculos internacionales, que si recibía dinero del extranjero, que si su desaparición tiene que ver con eso. Los medios son despiadados con las activistas. Cualquier detalle que no encaje lo van a usar en su contra.
Me quedo callado unos segundos.
—¿Y si esos rumores ayudan a acelerar el proceso? —pregunto, tenso—. Si dicen mi nombre, si creen que la buscan desde España, puede que las autoridades se sientan presionadas. Tal vez actúen más rápido.
Moríns cierra la computadora y me mira con una mezcla de paciencia y cansancio.
—O puede que ocurra lo contrario —responde—. Puede que conviertan su caso en un circo mediático, que su lucha pase a segundo plano y muchos piensen que logró todo porque tenía vínculos contigo. No sé si me entiendas.
Jon asiente.
—Es una estupidez, pero las personas pueden mal pensar.
Miro por la ventanilla. El cielo está oscuro, el avión apenas vibra.
—Entonces, ¿hago mal en ir a buscarla? —pregunto, con la voz más baja.
Moríns suspira.
—No. Sólo mantente al márgen… piensa en la familia. En tu hijo. En los míos.
Jon me da una palmada en el hombro.
—A veces la mejor forma de proteger a alguien es permanecer invisible.
Miro mis manos, la cruz colgando del cuello, y asiento despacio.
—De acuerdo —murmuro—. Pero si eso no funciona, no pienso quedarme callado.
Moríns sonríe con ironía.
—Eso ya lo sabía. Por eso vine contigo. Además, tu hermana me lo rogó —dice Moríns, con una sonrisa cansada—. Y ya sabes… no hay nada que no haga por Sila.
Jon se sienta a mi lado. Está serio, más de lo habitual. Me mira directo a los ojos, y su tono cambia: más bajo, más humano, sin formalidades.
—Ahora, Trist… tienes que comprender que hay tres caminos —dice con calma.
—¿Tres? —pregunto, frunciendo el ceño.
Jon asiente.
—Sí. El primero, el que todos deseamos, es encontrarla. Pero debes entender que el mejor de los escenarios no significa que todo vuelva a ser como antes. Si la encontramos… puede que no sea la misma Valentina que conociste. —Hace una pausa, medido, como si buscara las palabras adecuadas—. Las personas que sobreviven a algo así cambian. No solo por fuera. Por dentro también.
Trago saliva.
—¿El segundo? —pregunto, con un nudo en el estómago.
Jon baja la mirada por un segundo antes de responder.
—El peor es que no la encontremos nunca —dice sin adornos—. Que no haya respuestas. Que te toque vivir con la ausencia, con la duda… con esa herida que nunca cierra.
El zumbido del avión se mezcla con el ruido en mi cabeza. Siento que el aire se espesa.
—El tercero… —murmuro, intentando mantener la voz firme.
Jon me mira. No dice nada. No hace falta.
—Que la encontremos pero… —susurra, dejando la frase suspendida en el aire.
No necesito que la complete. Su rostro lo dice todo.
Asiento lentamente.
—En resumen… —digo, con la garganta apretada— es mejor encontrarla. Y punto.
Jon asiente también.
—Exacto. Sea como sea. Encontrarla.
El silencio que sigue es más pesado que cualquier palabra. Afuera, el amanecer comienza a teñir el cielo de un naranja suave. La luz se cuela por la ventanilla e ilumina la cruz entre mis dedos.
Y pienso que, al final, solo hay un camino posible: no detenerme hasta verla otra vez.
