VALENTINA

El agua fría me golpea como un puñetazo, brutal, despiadado. Abro la boca de golpe, buscando aire, pero lo único que siento es la tela empapada pegándose a mi nariz y mi boca. El pánico me sube por el pecho como una ola. Trato de respirar, de moverme, de entender dónde estoy.

El cuerpo no responde. Siento el frío clavarse hasta los huesos, pero al mismo tiempo una parte de mí está entumida, como si ya no me perteneciera. No siento la mano derecha ni la pierna izquierda. El dolor las borró, las convirtió en ausencia. 

Entonces me quitan la capucha. Toso, jadeo. El agua gotea desde mi cabello y me cae por la espalda, helada. Mis ojos tardan en acostumbrarse a la luz. Un foco amarillento parpadea encima de mí, marcando un ritmo irregular, casi burlón.

Estoy en el suelo. Las paredes son grises, húmedas, como si respiraran conmigo. Trato de moverme, pero las ataduras siguen ahí, ásperas, clavándose en la piel. Me cuesta pensar, pero el miedo me obliga a hacerlo.

—Ya despertó —dice una voz masculina desde el fondo del cuarto.

—Buenos días… Valentinita —añade otra, más cercana, más grave, más segura.

Siento un tirón violento en el cuero cabelludo y me enderezan de golpe. La silla a la que estoy amarrada se tambalea y un dolor agudo en las costillas me hace perder el aire. Todo me da vueltas; el frío del agua se mete en mis huesos, el temblor ya no es miedo, es puro instinto.

—¿Dormiste bien? —pregunta, como si aquello fuera una cortesía.

Abro los ojos. No lo conozco, pero lo reconozco. Es él. La voz de las amenazas, el rostro detrás del miedo. El que firmaba el silencio en los correos sin remitente, el que advertía que no siguiera escarbando.

Intento hablar, pero la lengua se me pega al paladar y la cara inflamada me impide mover la mandíbula sin que duela. Apenas un suspiro.

Él me observa con una calma que me da más miedo que la furia.
—Es una lástima que haya pasado esto —dice, con un tono casi paternal—. Porque tuviste un gran ejemplo de vida: tu madre. Pero, por lo visto, hay hijos que no aprenden. Se les advierte, y al final, hacen lo que se les da la gana.

Quiero contestar, pero las palabras se deshacen antes de salir. El agua fría me cala hasta el alma; tiemblo.

—Yo soy un buen hijo, aunque no lo creas —continúa—. Siempre le hago caso a mi madre. Porque sé las consecuencias. Pero tú…

Logro murmurar, apenas.

—Mi madre…

Él se agacha, me toma del cabello y me obliga a levantar el rostro. Su voz baja un tono.

—¿Tu madre qué? —me desafía—. ¿Tu madre qué, Valentinita? Ella terminó mal porque se metió con las personas equivocadas… igual que tú. Te lo advertimos y aun así lo hiciste. —Su mano aprieta más fuerte, el dolor me hace cerrar los ojos—. ¡Te mereces estar aquí!

Su voz retumba, llena el cuarto.

Él suelta mi cabeza de golpe, y el movimiento me provoca una punzada que me atraviesa el cuello hasta la sien. El dolor se mezcla con una náusea persistente, con el zumbido en los oídos, con la fatiga. Siento el pulso en cada herida, en cada hueso. Estoy tan golpeada, tan agotada, que apenas puedo mantenerme erguida.

—Dime… —su voz corta el silencio, lenta, calculada—. ¿Tienes miedo?

Levanto la mirada con esfuerzo. Mis párpados pesan, pero lo hago igual. Lo miro a los ojos.
Están vacíos. Oscuros. De esos que disfrutan el poder, no por lo que obtienen, sino por lo que pueden quitar.

Y aun así, a pesar del temblor, a pesar del dolor, no bajo la mirada.

—No —susurro, apenas audible, pero suficiente para que me escuche.

—¿No? —replica, incrédulo.

—Tú tienes miedo… por eso me tienes aquí.

Él se ríe, una carcajada hueca que retumba entre las paredes.

—¿Por qué habría de tenerlo, eh?

—Porque destapé el caño y te expuse —respondo con la voz ronca, pero firme—. Me sumergí en la podredumbre que tú mismo ayudaste a crear. Pensaste que nadie lo haría, que todos seguiríamos callando. Me amenazaste y aun así continué. El miedo debería estar de tu lado, no del mío. Nosotras ya no lo tenemos. Cuando perdemos a los nuestros, el miedo se va con ellos… y nosotras nos volvemos valientes. Tú sí tienes miedo, porque sabes que el castigo te espera.

—La policía no me hará nada —dice con desdén.

—No hablo de la policía.

Él inclina la cabeza, la sonrisa ladeada se vuelve más fría aún. Aprieta mi mandíbula con fuerza, el gesto es más amenaza que afecto.

—Eres muy osada —gruñe—. Seguir contestando con soberbia cuando sabes lo que te espera.

—Si me espera la muerte… ¿qué tengo que perder? —le respondo, mirando fijamente—. ¿El miedo? ¿La voz? ¿La verdad?

Su puño se tensa. La respiración me quiebra un poco, pero no aparto la mirada. Entonces baja la voz casi hasta un susurro que pretende ser ternura torcida:

—¡Pues tu muerte será terrible! Nadie te encontrará. Nadie sabrá de ti. Olvidarán tu nombre así como se olvidó de tu madre… —la palabra me golpea como piedra—. ¿Entiendes? Te va a tragar la tierra y nadie recordará que exististe.

Una ráfaga de frío me atraviesa el pecho, pero algo en mí se niega a ceder. Me esfuerzo por ordenar las palabras, por convertir el temblor en un arma.

—No eres más que la logística de su olvido —le digo con voz rasgada, encontrando fuerza en cada sílaba—. Puedes intentar enterrarnos, callar voces, desaparecer cuerpos. Pero no puedes enterrar la memoria de quienes buscan. Las madres excavan con las manos, no con la indiferencia. Las voces se hacen coro: las fotografías, los testimonios, los nombres que tú quieres arrancar del mundo.

Su mano se aprieta un segundo más, luego me suelta. Hay un silencio que pesa; su boca se cierra, como si mis palabras le hubieran dejado sin argumentos.

—Hablas como una heroína —escupe con desprecio—. Hablas bonito. Pero te vas a morir sola y nadie te llorará.

—Quizá —acepto, con la voz rota—. Pero si eso sucede, sabré que morí diciendo la verdad. Y que alguien, en algún lugar, levantó la pala para buscar lo que ustedes escondieron. Eso ya es suficiente.

Una bofetada seca me corta el aire. Siento el sabor metálico de la sangre mezclarse con el agua en mis labios.

Él se inclina, tan cerca que puedo sentir su aliento.

—Hablas demasiado —susurra, con un tono helado—. Y las que hablan… tarde o temprano terminan por callarse. —Se endereza despacio, y antes de girar hacia la puerta, añade—. Disfruta tus pensamientos, Valentinita. Mañana no vas a poder hacerlo.

La puerta se cierra. El silencio vuelve a ocupar el lugar como un monstruo invisible.

El corazón me late con fuerza. Trato de no llorar, pero el cuerpo me traiciona. El miedo me atraviesa, pero no lo dejo ganarme.
Porque aunque tiemble, no me arrepiento.

Cierro los ojos y respiro, apenas. Me repito que lo logré: que los documentos llegaron, que alguien los recibió, que las pruebas están fuera. Que mi hallazgo servirá.

Me siento débil, pero dentro de mí hay una chispa que se niega a apagarse. Si no salgo de aquí, al menos sabré que cumplí. Que hice lo que debía. Que el silencio no ganó.

One Response

  1. Leo lo que dice valentina y me viene a la mente ciertos personajes de la política actual y el malo es AA no se porque, pero ya ves que esa cloaca también se está destapando

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