TRISTÁN
El aire de la Ciudad de México se siente frío por la reciente lluvia. Todo es ruido: bocinas, motores, voces que se cruzan sin escucharse. Pero dentro de mí solo hay silencio. Ese silencio que deja la ausencia de alguien que amás y que no está.
Hemos llegado directamente al departamento de Valetina. Cuando entramos, vemos a la policía investigando. Todo está perfectamente ordenado. Es escalofriante. Hay una taza de café sobre la mesa. La tablet donde hablábamos sobre la mesa sin batería y la maleta está sobre la cama… sin ropa.
Un agente me ve y se acerca.
—¿Qué hace aquí? Es un área restringida.
—Soy Tristán…amigo de Valentina…
—Bien. Aún así no puede estar aquí —me ignora.
—Quisiera saber qué han averiguado. Si saben dónde la llevaron, si podemos..
—Señor, ya se ha hecho el reporte. —Me interrumpe—. Se está haciendo lo que se puede. Pero usted debe entender que… estos casos… —hace una pausa, buscando las palabras—, suelen complicarse.
—¿Complicarse? —repito, incrédulo—. ¿Así le llaman a no hacer nada?
Moríns me lanza una mirada rápida, pidiéndome calma. Jon, de brazos cruzados, se mantiene en silencio, observando todo.
—Haremos lo posible —dice el agente, sin convicción—. Pero si no hay testigos y no hay exigencias de rescate, probablemente se trate de un ajuste.
—¿Un ajuste? —repito, dando un paso hacia él. Siento el calor de la rabia subir por la garganta—. ¿Está diciendo que esto fue culpa suya?
—No lo dije así, señor —responde el policía, incómodo.
—Pues suena exactamente así.
Moríns se interpone.
—Tristán, déjalo. No vale la pena discutir.
—¡Cómo…! —empiezo, furioso, pero Moríns me mira fijo, con esa calma que corta el aire. Esa mirada suya que siempre logra ponerme un alto.
—Déjamelo a mí —dice en voz baja—. Tú sal y relájate.
Respiro hondo.
—Sí… está bien.
Salgo del departamento antes de que la ira me haga decir algo que no pueda sostener. El pasillo está en penumbra. El aire es denso, húmedo, con ese olor a polvo y cemento viejo tan propio de la ciudad. Me apoyo contra la barandilla de la escalera, intentando respirar.
Entonces la veo.
Una mujer de cabello oscuro, mirada firme y expresión contenida. Tiene el rostro de alguien que lleva días sin dormir, pero aún no se permite derrumbarse.
—¿Eres Tristán Ruiz de Con? —pregunta, con voz baja, como si temiera romper algo frágil.
—¿Sí? —respondo, desconfiado, incorporándome.
Ella asiente apenas.
—Soy Andrea. Fui compañera de Valentina en Valientes.
El corazón me da un vuelco.
—¿Cómo supiste que estaba aquí?
—No lo sabía —responde, mirándome con atención—. Simplemente te vi. Estoy aquí tratando de averiguar un poco más sobre Valentina. Las demás están en la asociación, organizando la búsqueda.
De su mochila saca una hoja doblada. Me la entrega.
Es un cartel.
El rostro de Valentina sonríe desde la fotografía, y debajo, en letras negras:
“AYÚDANOS A LOCALIZARLA.”
El aire se me corta. La garganta se cierra.
Siento las lágrimas antes de darme cuenta de que estoy llorando.
—Sé que eres el novio de Valentina —dice Andrea con suavidad—. Ella no se lo contó a nadie… solo a mí.
La miro, confundido.
—¿Solo a ti?
—Sí —asiente—. Decía que quería protegerte. Que si se sabía, podrían usarlo en su contra. —Hace una pausa y su voz se quiebra apenas—. Pero ahora ya da igual, ¿no?
Bajo la mirada, sosteniendo el cartel entre las manos temblorosas.
—Tengo otra persona que no piensa así… —respondo, en voz baja, pensando en Moríns, en Jon, en todos los que temen que mi presencia aquí empeore las cosas.
Andrea niega despacio.
—No te preocupes por eso. Ya estamos armando los grupos de búsqueda. Somos muchas las que la queremos, Tristán. Y la vamos a encontrar.
Levanto la vista. Su determinación me desarma. Hay algo en ella que me recuerda a Valentina: esa mezcla de fe y rabia, de fragilidad y fuego.
—Dime qué necesitas —le digo al fin.
Andrea aprieta el cartel contra su pecho, como si fuera un escudo.
—Tu ayuda —responde—. Pero también tu paciencia. Aquí no se busca con fuerza… se busca con esperanza.
—Está bien… — murmuro—. Con esperanza.
***
Los días se han vuelto una mezcla de polvo, cansancio y silencio.
El calor cae sin clemencia, seco, abrasador, de ese que te parte los labios y te deja la garganta llena de tierra. Guerrero es tierra dura; no solo por el sol o la sequedad del aire, sino por lo que esconde debajo.
Llevamos una semana aquí. Jon, Andrea, las mujeres de Valientes y yo recorremos las zonas señaladas por los informes: veredas olvidadas, cerros áridos, caminos que se pierden entre nopales y piedras. A veces encontramos ropa, objetos, fragmentos que alguien más dejó atrás. Pero no a Valentina.
—Este lugar… —murmura Jon, cubriéndose el rostro con un pañuelo—. Es como si tragara el tiempo.
Asiento sin responder.
Andrea camina delante de nosotros. Su voz guía al grupo con calma.
—Si ven algo que no pertenezca al terreno, lo marcan con cinta amarilla. Si encuentran tela, no la toquen. Llamen.
Las Valientes trabajan con precisión, como si la rabia se hubiera transformado en método. El sol cae a plomo sobre nosotros. Mis pies tienen ampollas, los músculos me duelen, pero sigo caminando. Jon me mira de reojo.
—Tienes que descansar un poco, Trist —me dice, quitándose el sombrero—. Llevas horas caminando.
—No puedo —respondo—. Si me detengo, pienso.
—Pensar no es el enemigo —replica, con tono suave.
—En este caso, sí.
Los pensamientos me asaltan: ¿qué tal si está muerta ya? ¿Qué tal si no está aquí?
La tarde cae y el lugar se tiñe de un color naranja, casi dorado. Las mujeres guardan las herramientas, se sientan un rato bajo una lona improvisada. Andrea reparte botellas de agua y se sienta frente a mí.
—No encontramos nada hoy —dice, sin adornos.
—Como los últimos cinco días —respondo, seco.
Ella asiente, sin ofenderse.
—Así es esto, Tristán. No siempre hay respuestas.
—No quiero respuestas, quiero verla. Viva.
—Lo sé —susurra—. Pero aquí la esperanza se mide en resistencia, no en resultados.
—¿Qué tal si estamos buscando en el lugar incorrecto? ¡Eh! ¿Cómo sabes que está aquí? —le grito, sin poder contenerme. La pala cae de mis manos y levanta una nube de polvo que me arde en los ojos.
Andrea se queda quieta. El viento le despeina el cabello, pero su mirada sigue fija en mí, firme, sin juicio.
—No lo sabemos, Tristán —responde con calma, aunque la voz le tiembla apenas—. Nadie lo sabe nunca.
Camina hacia mí y se agacha para recoger la pala.
—Buscamos en donde nos dicen, en donde los informes apuntan, en donde el corazón nos lleva. No hay ciencia, no hay certeza. Solo corazonadas, mapas rotos, pistas que a veces llevan a un nombre y otras veces a una prenda, un zapato, un diente. Eso es lo que tenemos.
Yo bajo la mirada. Me cuesta tragar saliva.
Andrea continúa:
—Nosotras confiamos en lo que sentimos, en los susurros de las madres que sueñan con sus hijas y saben dónde empezar a cavar. A veces aciertan. A veces no. Pero lo hacemos igual, porque quedarnos quietas duele más.
Se acerca un poco más y su voz se suaviza.
—Aférrate a la idea de que si no está aquí, puede ser porque sigue viva. Porque se escapó, porque alguien la ayudó, porque todavía está luchando en algún lugar. Es lo único que nos mantiene de pie: pensar que cada día que no encontramos un cuerpo, es un día más para que alguien regrese. Porque si la encuentras enterrada en la tierra, Tristán, ya no hay más.
Sus palabras me golpean más que el calor.
—No puedo seguir así. No con las manos vacías. No con este ritmo.
Jon me sigue con la mirada.
—Tristán… —me tranquiliza.
Lo tomo del brazo y lo alejo de la pala, obligado por la urgencia de no dejar que la rabia me coma.
—¿Eres agente… no puedes hacer algo? —le suelto sin pensar.
Él me mira con cansancio.
—¿Cómo qué? —responde, seco.
—No sé… mover tus contactos. —La voz me sale rota.
Jon me mira como quien mide la locura y la posibilidad al mismo tiempo.
—Tristán… yo trabajo para ellos, no soy el dueño —dice—. No puedo ordenar lo que la institución no quiere hacer.
Le aprieto la mano con fuerza.
—Lo hiciste una vez… para desenmascarar a Tito. —Su memoria me tensa, porque sé que es verdad.
—Era diferente —responde Jon, con un hilo de enfado—. A Tito lo buscaban ellos y me enviaron.
—¡La puta madre! —grito, la impotencia explotando en mis palabras.
Jon respira hondo y baja la voz:
—¿Crees que obstruyo porque quiero? Vale… dime tú: ¿qué vas a hacer?
—Voy a mover contactos —replico, la mandíbula apretada—. Contratar helicópteros, perros rastreadores, drones si es necesario. Si el gobierno no hace nada por ella, lo haré yo.
Jon respira hondo.
—Primo… esperemos un poco más mientras Moríns ve qué puede hacer en la ciudad. Si para cuando termine la próxima semana, no hay nada… lo hacemos a tu manera, ¿vale?
—Si para el lunes no hay noticias… lo hago a mi manera —corrijo, y me alejo del grupo.
Salgo del campamento y me quedo parado en el límite donde la tierra se quiebra en pedazos y el horizonte se vuelve una promesa de polvo. El viento trae un olor a riscos calientes y pasto seco; me golpea la cara y me rompe la voz. Miro las montañas, las ramitas quebradas, las huellas de neumático que se pierden en la nada, y la impotencia me inunda como un río que no sabe adónde ir.
¿Dónde estás, Valentina? ¿Dónde estás?

Que desesperación un nudo e la garganta me da!!!
Que tristeza, pensar que pasa a diario y muchas mujeres no logran ser ni siquiera encontradas porque las dejan en fosas comunes, en el olvido
Cambiaste un poco la historia pero igual nos dejaste con la angustia de saber si la encuentra.