VALENTINA

¿Es de día? ¿Es de noche?

No lo sé. El tiempo dejó de tener forma. Aquí no hay amaneceres ni atardeceres, solo oscuridad. Un vacío que pesa, que se mete en los huesos y te roba la noción de las horas.

 No tengo idea de dónde estoy, ni cuánto llevo aquí. Solo sé que duele. Todo.

Un dolor inmenso, denso, que no se grita porque ya no quedan fuerzas para hacerlo. Es un dolor que no busca quejarse, sino recordarte que sigues viva, aunque una parte de ti ya no quiera estarlo. El cuerpo me pesa como si no fuera mío. Cada movimiento es una tortura, cada respiración un esfuerzo. Ya no distingo qué parte está más herida: las costillas, las piernas, la espalda… o el alma.

Pienso en lo peor. En lo que podrían hacerme. Y sé que si llega ese momento, lo que intentarán no será matarme, sino quebrarme. Romper lo poco que queda de mi mente, de mi dignidad, de mi voz.

Me muerdo el labio, sabiendo que no puedo permitirlo. No porque no tenga miedo —porque lo tengo—, sino porque sé que si me quiebran, ganan. Si pierdo la esperanza, pierden todas.

Cierro los ojos. Trato de imaginar la voz de mi madre, el olor del café de la mañana, la risa de Tristán. Respiro. Una vez. Otra. No sé si volveré a salir de aquí, pero mientras pueda pensar, mientras pueda recordar quién soy, todavía no me han vencido.

—¡Cómo demonios pasó esto! —oigo un grito desde el otro lado de la puerta. La voz viene cargada de rabia, sorprendida.

—No lo sé… no… —responde otra, más baja, con ese temblor de quien mide las consecuencias.

—¡Sabíamos que la iban a buscar, pero… él! —exclama un tercero, con asco en la voz—. ¿Tristán Canarias? ¿En serio?

El silencio vuelve a cerrarse como una losa. Cada palabra que oigo se me clava, pero intento no perder nada: es la única forma de entender qué planean y si hay alguna oportunidad.

—Cuando él comience a mover todo, Valentina ya estará muerta. —esa frase cae y hace eco en mi cabeza como un martillo.

Siento el agua en la espalda, el sudor pegado a la piel, la respiración áspera. Mis oídos zumban y, aun así, me esfuerzo por distinguir cada sílaba. No puedo permitir que el cansancio me venza: quedarse dormida aquí sería desaparecer en un segundo.

—¿La mataremos? —pregunta una voz, temblorosa de nerviosismo.

—No… —responde la otra—. No es la orden. Pero así como está, no creo que sobreviva.

La idea de que ya han decidido mi destino me atraviesa como un frío. Sé que voy a morir. Hasta yo me niego a tener un final feliz. Aunque mi final feliz, es quedarme dormida hasta que el dolor se vaya. 

—¿Crees que le puedes sacar más información?

—Valentina es fuerte… no va a hablar.

—Podemos hacerla hablar… ya sabes…

Las palabras quedan flotando en el aire como un veneno espeso. No necesito que especifiquen: sé perfectamente lo que implican, sé hasta dónde pueden llegar. Me da asco pensarlo. Me dan asco ellos.

La puerta se abre y lo siento: las pisadas, el olor a sudor y a gasolina, la manera en que la luz corta la penumbra. Saben que he escuchado cada palabra, y eso los irrita.

—¡Ey! —la voz que siempre viene a “platicar conmigo” suena cerca, burlona—. Tu noviecito español vino por ti. Dio una conferencia donde dijo que te encontraría… ¿puedes creerlo? ¡Es un pendejo!

Levanto la cabeza con un esfuerzo que me quema. Mi rostro está tan inflamado que todo se ve borroso; las lágrimas se filtran sin permiso. Él me sujeta del rostro con brutalidad y el dolor me corta el aliento.

—Te vamos a poner en un lugar donde jamás te va a encontrar… ¡jamás! —avisa, como si recitara una sentencia. Su voz es lenta, calculada—. Tú no vas a salir viva de esto, Valentina. Vas a necesitar un milagro para seguir respirando. Para que te encuentren.

Hace una pausa, se inclina hasta que su aliento me golpea la cara.

—Podríamos darte el mismo destino que tu madre —añade, disfrutando cada palabra—. Pero nos gusta renovarnos. Eso sí… vas a sentir la misma desesperación que ella sintió.

Trato de hablar, la garganta seca, la voz apenas un hilo.

—Por…

Él sonríe, con esa malicia que no busca respuestas, solo demostrar poder.

—¿Por qué hacemos esto? —pregunta, y luego suelta una carcajada hueca—. Porque podemos. Es todo. Te dijimos que no te metieras y desobedeciste. Este es tu castigo.

Intento mantener la mirada, aunque el miedo me quema por dentro.

—Tristán… él… —murmuro.

Su expresión cambia apenas; hay un brillo frío en sus ojos.

—Si se sigue metiendo, va a sufrir lo mismo que tú —responde, con un tono casi divertido—. No nos interesa si es rico ni si tiene protección. Podemos darle el mismo destino. ¡Imagínate! —ríe, con una alegría macabra—. ¡Qué romántico! Los dos novios bajo la tierra.

La risa retumba en la habitación, raspa las paredes, se queda flotando como un eco.

Se endereza, y su sombra se proyecta sobre mí.

—Mira, Valentina —dice finalmente, con un tono casi pedagógico—. Estamos esperando el momento de terminar contigo. Solo falta una orden, y te vas. —Se detiene y sonríe—. Ruega para que tu novio te encuentre antes de que llegue… o mejor no ruegues. Puede que sea peor.

Camina hacia la puerta. La abre, y antes de salir se gira, mirándome por última vez.

—Nosotros decidimos quién se borra y quién se queda en la memoria —dice—. Y tú estás en la lista equivocada.

La puerta se cierra con un golpe seco. El eco resuena en las paredes y luego… nada. Solo mi respiración, entrecortada. El silencio vuelve, pero esta vez no pesa igual.Me quedo otra vez sola.
Y, por primera vez en días, me permito soñar.

Tristán me está buscando.

Vino por mí. Cruzó un océano, dejó todo, se metió en este infierno solo para encontrarme.
Pensar en eso me mantiene viva. Me duele, pero me sostiene. Porque significa que mi nombre no se perdió, que mi historia no se apagó, que alguien, allá afuera, está pronunciándolo con esperanza.

Mi cabeza cae porque no aguanto el cuello. Cada respiración arde, pero el corazón late distinto. No voy a quedar desaparecida otra vez. No esta vez.No voy a convertirme en una sombra más, en una fotografía pegada a un muro.

Hace años, cuando el tío me arrebató, también hubo silencio, también hubo miedo.
Y nadie vino. Pero ahora sí. Ahora alguien me busca.

Tal vez no me encuentre viva. Tal vez llegue tarde. Pero quiero que lo haga. Quiero que me halle, aunque sea diez metros bajo tierra, aunque solo queden restos o polvo. Que él tenga la tranquilidad de saber dónde estoy, que pueda cerrar los ojos sin imaginarme perdida.

Respiro hondo.

Si me toca desaparecer, que sea sabiendo que alguien lo intentó todo por evitarlo. Y si aún tengo voz, aunque sea mínima, la uso para enviarle lo único que puedo ofrecerle desde aquí:

—Sigue, Tristán… —susurro, con los labios partidos—. No te detengas.

Una lágrima cae, caliente, sobre el polvo del suelo. Y con ella, dejo una promesa silenciosa: él no dejará que me borren.

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