TRISTÁN

El tiempo se ha agotado.


Una semana. Siete días que se sienten como siete años. Cada amanecer me ha recordado lo que es la impotencia. La tierra sigue tragándose los nombres, el aire huele a desesperanza, y las respuestas se disuelven en oficinas llenas de polvo y burocracia.

Moríns me había pedido paciencia. Jon me había pedido sensatez. Yo solo pedí una señal y no llegó. Así que esta mañana, antes de que el sol termine de salir, decido que ya no voy a esperar más.

—¿Estás completamente seguro? —pregunta Jon, con la voz seca de quien ya conoce la respuesta.
—Nunca lo estuve más en mi vida —respondo, abotonándome la camisa blanca.

Moríns suspira. Se ve bastante afectado con todo lo que está pasando alrededor. 

—Si haces esto, Tristán, no habrá vuelta atrás. La familia va a aparecer en todos los titulares. Y no para bien.

—¿Y qué esperas que haga? ¿Que me quede callado? ¿Que deje que la entierren en el silencio como a miles más?

Jon suspira y se apoya en la ventana.

—Hay maneras de hacerlo.

—Sí —lo interrumpo—. Pero no hay tiempo. Así que lo haré como lo haría Valentina. 

El reloj marca las nueve. En una hora la prensa estará reunida.No se trata de un acto político ni de una campaña: es un grito. Uno que no me dejarán dar si pido permiso.

***

El salón de conferencias del hotel está lleno. Cámaras, micrófonos, flashes. Un murmullo incesante vibra en el aire, el tipo de ruido que antecede a una tormenta.

Los tres estamos listos. No hemos pedido permiso a la familia. Esto está improvisado pero con un fuerte mensaje. Moríns no está de acuerdo, pero tampoco ha dicho nada. 

Mientras espero a que esto inicie, pienso en Valentina. En su voz, en su risa, en la manera en que decía mi nombre con esa mezcla de ternura y desafío.

—¿Listo? —me pregunta Moríns, quién me ha ayudado a organizar todo. 

—Listo. 

Entonces salgo y el ruido se apaga. Solo se oye el zumbido de las cámaras tomando fotos. Agarro el micrófono.

—Mi nombre es David Tristán Canarias Ruiz de Con —digo.

Miro a los periodistas, a los ojos que esperan con expectativa.

—Estoy aquí para hablar de una persona —continúo—. Su nombre es Valentina Salamanca.

Algunos periodistas bajan la mirada a sus apuntes, otros se enderezan. El nombre ya suena, empieza a reconocerse.

—Valentina está desaparecida desde hace semanas. Es activista, defensora de derechos humanos, fundadora de la asociación Valientes. Y es la mujer a la que amo.

Los murmullos se convierten en una ola. Flashes. Voces que se atropellan.
Sigo hablando.

—No vengo en representación de ninguna empresa, ni de ningún gobierno, ni de ninguna institución. Vengo como un hombre que no va a quedarse quieto mientras alguien a quien ama se borra del mapa.

Respiro hondo. Miro las cámaras, sabiendo que detrás de ellas hay un país entero viéndome.

—Sé que hay protocolos. Sé que hay riesgos. Sé que se supone que debo esperar, confiar en los procesos. Pero los procesos aquí no encuentran a nadie. No devuelven a nadie. No calman a nadie.

El murmullo vuelve, mezclado con incomodidad.

—Yo no estoy aquí para señalar culpables. Estoy aquí para exigir respuestas. Y si no las hay, para buscarlas yo mismo.

Levanto la fotografía de Valentina, la misma que Andrea me dio, con el cartel doblado y las esquinas gastadas.

—Ella no es una estadística. No es un expediente más en una carpeta. Es una mujer con historia, con nombre, con rostro, con voz. Y yo no voy a permitir que se convierta en una más.

Los flashes vuelven a estallar. Una periodista levanta la mano.

—Señor Canarias Ruiz de Con, ¿es consciente de que esta declaración puede poner en riesgo su seguridad y la de su familia?

—Sí —respondo, sin dudar—. Pero no hay peor riesgo que el silencio.

Otra pregunta llega, más incisiva.

—¿El conglomerado CANCON está financiando esta búsqueda? ¿Hay un interés político detrás?

Sonrío con amargura.

—No hay política cuando el amor se mezcla con la justicia. Si eso ensucia el apellido, que así sea. No me interesa la reputación, me interesa la verdad.

El murmullo crece. Algunos aplauden, otros murmuran.

Jon me observa desde el fondo, preocupado. Moríns me lanza una mirada que mezcla orgullo y resignación: sabe que ya crucé el punto de no retorno.

—He visto a las mujeres de Valientes cavar con sus propias manos. Las he visto llorar, gritar, rezar, sostenerse unas a otras en medio del polvo y la muerte. Y he entendido que esta lucha no es de ellas solamente. Es de todos nosotros.

Bajo el micrófono un segundo. Respiro.

—Así que sí —digo, mirando directo a las cámaras—. Estoy aquí para buscar a Valentina Salamanca. Y la voy a encontrar. Pase lo que pase.

El silencio dura apenas unos segundos antes de que las voces se desaten.

***

El video se difunde en cuestión de horas. Las redes sociales estallan. Los noticieros repiten las imágenes una y otra vez:
“Empresario español busca a activista desaparecida en México.”
“El amor en tiempos de violencia: el caso Tristán-Valentina.”
“¿Héroe o imprudente?”

Apenas regreso al hotel y el teléfono no para de sonar. Jon me mira con una mezcla de frustración y admiración.

—Acabas de poner a medio país de cabeza —dice.

—Era la idea —respondo.

Moríns, en cambio, no disimula su enojo.

—Esto no es un juego. Si los responsables de su desaparición te escucharon, ahora saben que estás aquí.

—Perfecto —digo, con calma—. Que lo sepan. Que entiendan que no me voy a esconder.

El móvil suena y veo el nombre de Karl. Respiro antes de contestar. 

Su voz llega fría, tensa.

—¿Qué demonios estás haciendo, Tristán?

—Lo que nadie más se atreve a hacer.

—Acabas de arrastrar el nombre de la familia a un problema internacional. 

—Lo sé, y lo siento, pero tú no sabes lo que está pasando acá—respondo—. El Conglomerado ya ha aguantado muchas situaciones, que no aguante esta. 

Silencio. Luego, Karl suspira.

—Tu madre está mortificada.  

—Lo sé… pero no puedo quedarme con los brazos cruzados. 

—Y, ¿las consecuencias? ¿Qué tal si te buscan, Tristán? —me pregunta con urgencia—. Te dijiemos que fueras callado. 

—No pienso esconderme —respondo.

—No te estoy pidiendo eso. Te estoy pidiendo que seas inteligente.

—Soy inteligente —digo—. Pero también soy un hombre que ama. Y en eso, Karl nunca he sido prudente.

Karl vuelve a suspirar. 

—Creo que todos haríamos lo mismo en tus zapatos —me dice. Puedo notar la tranquilidad en su voz. 

—Karl. Dile a mi madre, a todos, que estaré bien. Que no se preocupen por mí. Pero no pasaré a la historia como el hombre que no hizo nada. Quiero, que pase lo que pase, todos sepan que hice todo lo que está en mi manos por encontrarla.

—Bien… —Es la última palabra de Karl, para luego colgar el teléfono. 

Moríns y Jon me ven a los ojos. 

—Pues ahora… —dice Jon. 

—Sigamos… —contesta Moríns, después nos quedamos en silencio. 

***

Han pasado dos semanas desde la desaparición de Valentina. Catorce días.
Catorce amaneceres que no saben distinto, que huelen igual: a polvo, y a frustración.

El tiempo parece haberse detenido en un punto exacto del calendario y cada amanecer es una repetición del anterior. Nos levantamos temprano, revisamos los informes, volvemos a caminar por los mismos terrenos, seguimos las mismas pistas falsas. Cada día empieza con esperanza y termina con un cansancio que ya no se siente en el cuerpo, sino en el alma.

He aprendido a reconocer los lugares donde el silencio pesa más. Los campos abiertos donde el viento sopla distinto, las carreteras donde las mujeres de Valientes dejan flores y cruces improvisadas. En cada una pienso en ella. No hay día que no lo haga.
Me duermo con su nombre en los labios. Despierto pensándola. A veces, en medio del sueño, la escucho llamarme.Y me levanto, sudando, convencido de que acaba de entrar por la puerta.

Pero nunca es ella. Solo el eco de su voz, atrapado en mi cabeza. Moríns y Jon intenta mantenerme cuerdo y me piden que descanse, pero no hay descanso posible cuando no sabes si la persona que amas sigue respirando.

Las noticias ya se han enfriado. El interés mediático se diluye. A pesar de lo que hice, el público necesita nuevas tragedias, nuevos nombres. Y, mientras el mundo sigue, nosotros seguimos buscándola. Porque entendí lo que dijo Andrea: mientras yo no la olvide, ella sigue viva, la esperanza sigue viva.

Andrea intenta animarme. Dice que en casos como este, la constancia es lo único que queda.

—No dejes de hablar de ella —me pide—. Si se apaga su nombre, se apaga su búsqueda.

Así que no dejo de hacerlo. La menciono en cada entrevista, en cada reunión, en cada contacto con las asociaciones locales. Cada palabra es una forma de mantenerla viva. Pero, en las noches, cuando todo se queda en silencio, la fe se tambalea. Hay momentos en que el cansancio me parte en dos.

Me descubro sentado en la oscuridad, con la cruz entre los dedos, susurrando oraciones que ya no recuerdo haber aprendido. Hay días en que pienso que no la encontraré nunca. Y después me culpo por pensarlo.

***

-Madrugada-

Esta noche no puedo dormir. El reloj marca las dos y media y sigo mirando el techo, contando los segundos como si eso pudiera empujar al tiempo a darme una señal.

Jon duerme en la habitación contigua; lo escucho murmurar entre sueños. Moríns trabaja en su portátil, su luz filtrándose bajo la puerta como un faro tenue.

Me levanto, camino hacia la ventana. Afuera, el cielo está cubierto de nubes espesas, pero se ve la luna llena, rodeada de un halo. Pienso en ella, otra vez. En su voz en la videollamada, en la manera en que se tocaba el dije de picaflor antes de despedirse. En cómo me dijo “nos vemos en unas horas” y ahora, no sé si volveré a hacerlo. 

Cierro los ojos.

El dolor se siente físico, como si cada pensamiento tuviera filo. 

—Descansa, hermano —escucho la voz de Moríns. 

—Trato… de verdad trato pero no he podido dormir… yo siento.. 

Entonces el móvil se prende, vibra sobre la mesa. El sonido me sobresalta. La leyenda de “Número desconocido” me alerta de inmediato. 

—Llama a Jon —le pido a Moríns, quién al notar la urgencia en mi voz, no me cuestiona y sale de la habitación.  Entonces, contesto: 

—¿Sí? —respondo, con la voz ronca.

Al otro lado, una voz temblorosa.

—¿Usted es el novio de Valentina?

—Sí. ¿Quién habla?

—No puedo hablar mucho… —dice la voz—. Pero creo que la vi. 

—¿A Valentina? —pregunto, sintiendo cómo el corazón me golpea el pecho.

Silencio. Luego, la confirmación que corta el aire como un rayo.

—En el monte. Muy dentro. Cerca de la barranca. Vaya. 

—¿Está viva? —se me me escapa de los labios. 

—Sólo vaya… 

Me quedo inmóvil, con el teléfono pegado a la oreja, el ruido de la llamada zumbando en mis oídos.

—¿Quién es usted? —pregunto, pero la línea ya está muerta.

El teléfono cae sobre la mesa. Mis manos tiemblan. Siento una mezcla de miedo, esperanza y rabia contenida.

—¿Qué pasó? —pregunta, Jon. 

—Llamaron. —Trago saliva—. Dicen que hay una pista. En Chilapa, en el monte. Me dijeron que en una barranca o cerca. 

—¿Está viva?

—No lo sé —respondo—. Pero voy a averiguarlo.

Moríns me observa unos segundos, y luego asiente.

—Entonces nos vamos. Llamemos a Valentina. Jon… 

Mi primo asiente. Sabe lo que tiene que hacer. Yo me siento un instante en el borde de la cama, respirando hondo, intentando asimilar lo que acaba de pasar.

Por primera vez en catorce días, siento algo parecido a esperanza. No sé qué encontraremos allá, si una respuesta o una herida nueva. Solo sé que algo cambió. Algo se movió. Y en esta situación donde todo parece muerto, cualquier movimiento es vida.

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