TRISTÁN 

“En noticias de la última hora. Se ha encontrado con vida a la activista y fundadora de Valientes, Valentina Salamanca, desaparecida desde hace más de dos semanas. De acuerdo con información preliminar, Salamanca fue localizada durante un operativo conjunto en una zona rural al sur del municipio. Aparentemente, se encontraba en condiciones críticas, con múltiples heridas, pero con signos vitales. Ha sido trasladada vía aérea hacia la Ciudad de México para recibir atención médica de urgencia No se han dado detalles de su estado actual, pero las autoridades confirman que su condición es grave.”

El helicóptero aterriza en el techo del hospital. Yo ya la espero ahí, con el corazón al borde del colapso, en una mezcla de alegría, miedo y una preocupación que me parte en dos.

El rescate de Valentina fue casi de película. Uno en el que no pude participar. Acceder al lugar donde la tenían fue realmente difícil; estuvieron a punto de rendirse. Sin embargo, por un milagro —uno que aún no comprendo—, no sucedió. Y ahora, Valentina desciende de ese helicóptero después de días desaparecida.

¿Es un final feliz? No lo sé. Solo sé que volveré a verla. Que la encontré. Que ella está aquí.

Las puertas del helicóptero se abren y el olor a combustible y metal caliente me golpea con fuerza. Los paramédicos bajan la camilla con sumo cuidado, cubriéndola con mantas térmicas. Su cuerpo parece diminuto bajo todas esas capas.

—¡Valentina! —grito su nombre, desesperado.

Me acerco a ella. El oxígeno empaña el plástico de la mascarilla, pero aun así alcanzo a ver su rostro. Está tan golpeado e hinchado que, por un instante, temo no reconocerla. Pero lo sé.
Sé que es ella.

Uno de los paramédicos me mira y, sin detenerse, empieza a recitar en voz alta el parte médico mientras otro revisa las conexiones de suero y oxígeno.

—Paciente femenina, treinta años —anuncia con voz firme. Sé que no me habla a mí, sino al médico que lo acompaña—. Se mantiene con signos vitales, pero la condición es crítica. Presenta hipotermia severa, desnutrición avanzada y deshidratación aguda. Múltiples hematomas en torso, piernas y rostro, posibles fracturas costales con trauma cerrado en el tórax. Mano derecha… —hace una pausa, revisando el vendaje— …rotura completa de falanges y metacarpianos, inmovilizada de emergencia. Pierna izquierda con fractura expuesta, ya estabilizada.

Trago saliva. Cada palabra me atraviesa como un golpe.

—La trasladamos inconsciente, pero responde a estímulos. Pupilas reactivas. Nivel de conciencia: tres sobre quince. Viene grave —remata el paramédico, sin levantar la vista.

Grave.
La palabra retumba en mi cabeza como un eco interminable.

—¿Puedo hablarle? —pregunto con la voz quebrada, interrumpiendo el momento.

El paramédico me mira con duda, pero finalmente asiente.

—Un momento, por favor.

Camino a su lado mientras empujan la camilla. Tomo su mano izquierda, la única libre. Está helada, tan frágil que temo romperla. Pero la sostengo igual.

—Valentina… —murmuro, inclinándome hacia ella—. Estoy aquí. Ya estás a salvo.

No me responde. Solo observo su respiración débil, apenas perceptible bajo la mascarilla de oxígeno.

—La vamos a pasar a trauma y luego a cuidados intensivos —anuncia el médico con firmeza—. Lo mejor que puede hacer es esperarla abajo, en la sala de espera.

Quiero decirle que me niego a dejarla, que no pienso apartarme de ella ni un segundo.
Pero lo entiendo.
Crecí en una familia de médicos. Sé de memoria los protocolos, las limitaciones, las reglas que ahora me atan de manos.
Así que asiento, conteniendo el impulso de seguirla.

—Solo… déjenme caminar con ella hasta el ascensor.

Nadie responde, pero tampoco me lo impiden.
Camino junto a la camilla, observando cómo un mechón de su cabello se escapa de la manta, cómo su pecho sube y baja apenas perceptiblemente bajo la máscara.

—Ya estás aquí… —le digo con ternura, apenas en un susurro—. Te encontré, Valentina. Te encontré.

Cuando el ascensor se abre, los paramédicos entran con rapidez.
Yo me quedo afuera. Las puertas se cierran lentamente, reflejando mi rostro en el acero. Y ahí me quedo, respirando el aire que ella deja atrás, repitiendo en voz baja una promesa que ahora tiene un significado distinto:

—No te voy a dejar sola. Nunca más.

***

Las horas pasan lentas. Demasiado lentas.

Moríns, Jon y yo seguimos en la sala de espera del hospital, atrapados en ese limbo donde el tiempo deja de tener sentido.
El reloj del muro avanza, pero sus manecillas parecen burlarse de nosotros. Cada minuto cae con el peso de una hora. Cada hora se siente como un día entero.

He hablado con mis padres.

Ellos, desde Madrid, han estado al pendiente de todo. Les transmito lo poco que recuerdo del parte médico, pero no logro ocultar la desesperación en mi voz. Desearía que alguno de los tres doctores de mi familia estuviera aquí para traducirme el lenguaje frío y técnico de las heridas, para decirme qué significa realmente “trauma cerrado” o “nivel de conciencia tres sobre quince”.

El hospital es un lugar extraño. La luz blanca lo cubre todo, pero no ilumina nada.
Las personas van y vienen, enfermeros que caminan rápido, doctores que apenas levantan la vista, familiares que esperan como nosotros, aferrándose a la esperanza o rezándole a su dios.
Es un universo suspendido entre la vida y la muerte.

Moríns revisa su reloj cada cinco minutos, aunque sabe que no tiene sentido. Jon camina de un lado a otro, con el teléfono en la mano, tratando de distraerse con algo que no sea el silencio. Yo no puedo hacer otra cosa que esperar.

Me siento en la banca, con los codos apoyados en las rodillas y las manos entrelazadas. Estoy cansado de preocuparme, pero no puedo dejar de hacerlo.
Es un ciclo que no puedo romper.

—¿Y si no despierta? —susurro, sin querer, y Jon me escucha.

—Despertará —me dice, tajante. Su tono no deja espacio para dudas, pero sus ojos sí.
Moríns levanta la vista de su móvil y lo mira.

—Los médicos son buenos, Tristán. Hicieron lo correcto. Ahora le toca a ella.

Asiento, aunque no estoy seguro de creerles. La fe no es algo que se me dé fácilmente, pero con ella todo ha sido distinto. Con Valentina aprendí que creer también es una forma de resistir.

Cierro los ojos y me dejo caer hacia atrás, apoyando la cabeza contra la pared.
El frío del mármol me despeja un poco. Siento el peso del cansancio en los hombros, el ardor en los ojos, el vacío en el estómago. No he comido, no tengo hambre. El cuerpo me pide descanso, pero el alma no me deja.

La enfermera pasa por tercera vez frente a nosotros. Cada vez que la veo, mi corazón se acelera pero, no dice nada, solo sigue su camino. El silencio vuelve. Y en medio de él, el ruido de mi mente.

Pienso en todo lo que podría haber pasado si no la hubiésemos encontrado. Si no hubiera insistido en buscarla. Si aquel informante no hubiera llamado a las tres de la mañana.
Si el helicóptero hubiera llegado tarde.

El pensamiento me asfixia. Pero enseguida me obligo a respirar.

—Está viva —me repito—. Está viva.

No sé cuántas veces lo digo, hasta que la frase pierde sentido, pero me mantiene cuerdo.

Moríns se levanta y se acerca a la máquina de café. El sonido de las monedas cayendo, del líquido llenando el vaso, me resulta casi reconfortante. Me ofrece uno.

—Toma.

Lo acepto, aunque ni siquiera tengo fuerzas para sostenerlo. Le doy un sorbo y mi rostro lo dice todo. Es café viejo. 

—Bueno, ¿qué esperabas? —dice mi cuñado, arqueando una ceja—, ¿un café de Veracruz recién hecho?

Sonrío apenas, sin ganas, pero agradezco el intento. El aroma a café viejo se mezcla con el olor del hospital. Lo bebo igual. Sabe a nada, pero al menos me mantiene despierto.

***

El reloj marca las cuatro y media de la tarde cuando una doctora aparece en el pasillo. Su rostro es sereno, aunque cansado. Camina hacia nosotros, y el silencio en la sala se vuelve total.

Yo me he quedado dormido, así que la mano de Jon me despierta dándome un golpe sobre el hombro. 

—¿Familiares de la paciente Salamanca? —pregunta la doctora, con el rostro cansado, la voz profesional pero empática.

—Sí, soy yo —respondo de inmediato, adelantándome un paso.

Ella asiente. Su mirada baja un segundo antes de hablar, como si buscara la forma menos cruel de decirlo.

—Acaba de salir del quirófano. La paciente fue intervenida de urgencia —empieza—. Tuvimos que realizarle una cirugía reconstructiva en la mano derecha. Presentaba fracturas múltiples en todos los dedos y en la base metacarpiana. Pudimos estabilizarla y colocar injertos, pero… —hace una pausa breve, profesional— …no podemos asegurar aún que la mano recupere movilidad completa. Habrá que esperar a que despierte para evaluar la respuesta neurológica.

Siento un golpe seco en el pecho. Ella sigue hablando.

—También tiene varias costillas fracturadas y una contusión pulmonar leve. Las heridas más graves fueron atendidas, pero presenta signos de infección sistémica, probablemente derivada de las condiciones insalubres en las que estuvo retenida. Está con antibióticos de amplio espectro y bajo vigilancia constante.

Doctora suspira. 

—La desnutrición y la deshidratación también son severas. La mantenemos con sueros intravenosos y alimentación controlada. Su cuerpo está muy débil. La buena noticia es que su presión arterial comienza a estabilizarse.

—¿Y su cabeza? —pregunto, con la voz rota.

—Tiene hematomas en el rostro y una lesión leve en la sien, pero sin daño cerebral aparente. Los estudios de imagen no muestran hemorragias internas. Por ahora, lo que más nos preocupa es evitar infecciones y controlar el dolor.

—¿Está consciente? —interrumpe Jon, tenso.

La doctora niega con la cabeza.

—No. Está sedación profunda. Su cuerpo necesita descansar para recuperarse del shock. Probablemente la mantengamos así durante veinticuatro o cuarenta y ocho horas más, dependiendo de cómo evolucione.

Guarda silencio un momento, como si dudara en decir lo siguiente.

—Es fuerte. Ha resistido más de lo que muchos podrían. Pero… su organismo está en una línea muy delgada. Cada hora cuenta.

—¿Puedo verla? —pregunto finalmente, con un hilo de voz.

—Solo desde el vidrio exterior de cuidados intensivos —responde la doctora—. No puede tener contacto físico todavía, pero puede quedarse el tiempo que necesite.

Asiento sin decir nada.

—Ha pasado por mucho, señor. Pero está viva. Y eso, créame, ya es un milagro —me dice—. En unos momentos lo llamamos. 

Y cuando la doctora se aleja, esas últimas palabras me quedan resonando en la cabeza, como una oración que no sabía que necesitaba oír. Está viva. No sé por cuánto tiempo, ni en qué condiciones, pero está viva.

Y yo estaré aquí, esperándola, hasta que despierte.

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