VALENTINA
Hay un silencio que no pesa.
No es el típico silencio que incomoda; es un silencio suave, limpio, como el que queda cuando la lluvia termina y el mundo todavía no recuerda hacer ruido.
Estoy de pie sobre algo que no distingo. No es tierra, no es agua, no es aire. Es como caminar sobre una memoria. Si miro a lo lejos, no hay muros ni horizonte, solo una claridad tibia que parece respirar conmigo. Y entonces me llega un olor que creí perdido: jabón de lavandería, café recién colado, tortillas sobre el comal. La casa. Nuestra casa.
—Mamá… —digo sin voz, y el nombre me nace entero, como si mi lengua lo hubiera guardado para este instante.
Ella aparece sin aparecer, como cuando yo era niña y cerraba los ojos para que la pesadilla pasara. La veo ahí, frente a mí, con los años que alcanzó a vivir; en sus manos está el cuenco donde revolvía la masa, en su pelo la trenza larga que le caía como una cuerda de luz por la espalda. Sonríe con esa sonrisa que acomodaba el mundo.
—Mi niña —dice, y su voz me toca la piel como una manta tibia—. Te tardaste.
Ella se acerca. No camina: llega. Me roza la frente con los nudillos, como hacía cuando yo tenía fiebre, y la calma se me mete por la piel.
Me da un beso sobre la mejilla para después abrazarme. Tan sólo sentir su contacto hace que mis lágrimas fluyan de felicidad.
—Te extrañé. Los extrañé mucho —le digo. Envuelta en una felicidad que jamás pensé sentir.
Y entonces está también mi padre. No escuché sus pasos, pero ahí está, con esa camisa azul que tanto usaba cuando salíamos los domingos, las manos grandes y esa sonrisa que siempre me consolaba. Me mira con orgullo. Se sienta frente a mí, con los codos sobre las rodillas, como cuando me enseñaba a amarrar un nudo o a arreglar una bicicleta vieja.
—Valentina —dice, y mi nombre en su boca es un rezo—. Te hiciste fuerte sin pedir permiso.
—Tuve que hacerlo —respondo, con la voz hecha un hilo.
—Sí —asiente—. Pero también te hiciste buena. Y eso duele más.
Le doy un fuerte abrazo y, al sentir su cuerpo, me quiebro. Es como si mi alma hubiera esperado ese momento toda la vida. El llanto me sacude entera.
—Yo no pude hacer nada… —confieso entre sollozos—. Quería regresar, papá, lo intenté… pero no pude.
Él me rodea con sus brazos, firmes, cálidos.
—Tranquila… —me susurra, acariciándome el cabello—. Ya todo está bien. Estás aquí, con nosotros.
Levanto la vista. Mi madre está a unos pasos, radiante. Su piel tiene la misma luz del amanecer. No hay dolor en sus ojos, solo paz.
—¿Y mis hermanos? —pregunto, limpiándome las lágrimas—. ¿Están aquí también?
Mi madre asiente con dulzura.
—Sí, hija. Los verás.
—Quiero verlos… —murmuro.
—Los verás —responde mi padre—. Pero no ahora.
Y en ese instante, escucho mi nombre.
¡Valentina!
La voz suena distante, temblorosa, como si viajara a través del agua.
—¿Escucharon eso? —pregunto.
Mi madre sonríe. Ella toma mi mano y me ve a los ojos.
—Sólo queríamos verte… —me dice mi padre.
—Estamos muy orgullosos de ti, hija. Eres lo que siempre pensamos que serías. Nos duele haberte dejado así, pero no pudimos evitarlo. Este es tu destino.
—¿Destino?
—Tu destino es más grande y más hermoso. Te tienes que ir —me pide mi madre.
—¿Irme? —pregunto, con un nudo en la garganta—. Pero… los acabo de encontrar.
Mi padre me sonríe.
—Nosotros siempre estaremos aquí, hija. No nos iremos. —En eso pone su mano en mi corazón.
¡Valentina! ¡No te vayas! ¡No me dejes por favor!
Cuando toca mi corazón siento una corriente eléctrica recorrer mi cuerpo, impulsándome.
—Pero tú… tú aún tienes algo que hacer allá —complementa.
—Papá… —mis lágrimas vuelven, incontenibles—. Estoy cansada. Me duele todo. No quiero volver. Quiero quedarme con ustedes. Quiero quedarme aquí. Ver a mis hermanos.
—Lo sé —dice él, con una voz que me rompe—. Pero no es tu tiempo. No todavía.
Miro a mi madre, buscando en ella una salida, una excusa, algo que me permita quedarme. Pero solo encuentro ternura.
—Vete…
El aire empieza a cambiar. Siento una presión en el pecho, una fuerza que me jala desde adentro, como si el suelo comenzara a desaparecer bajo mis pies.
—No quiero irme —digo, temblando—. No otra vez. ¡Se los pido! ¡Papá! ¡Mamá! Los extraño. No quiero estar sola. No sin ustedes. No quiero irme sin ustedes.
—No te vas sola —me asegura mi padre—. Te regresan al amor.
—¡Vive, Valentina! ¡Vive! —añade mi madre.
Y entonces lo escucho de nuevo.
¡Despejen!
El impulso me eleva. Yo me aferro a mi padre.
—¡Papá! —pronuncio, aferrándome a él como cuando era pequeña.
Él me besa la frente, y en su mirada hay una mezcla de orgullo, despedida y amor infinito.
—Prométenos que vivirás con calma. Que no te desgastes buscando la oscuridad. Ya hiciste tu parte. Ahora, deja que el amor haga la suya.
Mi madre me abraza. Entre los dos me protegen. Siento calor, ese sensación de amor que tanto me faltó de pequeña.
—Nos volverás a ver… te lo juro.
—Mamá… papá —pronuncio.
—Tus hermanos te aman… te amamos…
¡Despejen!
Entonces, así, abrazada, el aire se vuelve luz. La claridad lo cubre todo, cálida, incontrolable. Siento que pierdo el suelo, que algo me empuja hacia arriba, lejos de ellos.
Intento aferrarme, pero ya no están.
Solo alcanzo a escuchar sus voces, suaves, desvaneciéndose entre la luz:
—Ve, mi niña. No tengas miedo.
Y entonces el dolor regresa. Un golpe en el pecho. Una punzada aguda que me hace gritar sin voz. El aire me falta. Y de pronto, otra voz, firme, urgente, al borde del colapso:
—¡Tenemos pulso! ¡Repito, tenemos pulso!
La luz se rompe. El silencio estalla en ruido. Escucho el sonido de monitores, pasos apresurados, metal chocando, respiraciones contenidas. Intento abrir los ojos, pero el mundo pesa. Una máscara cubre mi rostro. El aire entra, áspero, y me quema la garganta.
—¡Sube la oxigenación! ¡Rápido, estabilícenla! —dice alguien cerca.
Quiero moverme, pero no puedo.
El cuerpo me duele como si me lo hubieran reconstruido con fuego.
Y aun así, lo siento. Estoy aquí. Entre el caos, escucho otra vez esa voz que me trajo de vuelta.
Tristán.
—Aguanta, amor. Estoy aquí… —dice, entre sollozos—. No me dejes ahora.
Una lágrima me escapa bajo la máscara. No puedo hablar, pero sé que me escucha.
Mi corazón late, débil, torpe, pero late. El ruido de los monitores marca su propio compás:
bip… bip… bip…
La enfermera murmura algo sobre “signos vitales estables”.
—Está fuera de peligro —escucho una voz masculina.
Tristán llora desconsoladamente.
—¡Dios mío, pensé que la perdía! —llora.
—Tranquilo, hijo… ella está bien.
Continúo con los ojos cerrados, tratando de conservar el recuerdo de mis padres. Ellos me llamaron para despedirse. Y para recordarme que vivir también puede ser una forma de valentía.
Entonces lo siento. Ese pequeño impulso dentro de mí. Una chispa que no sé de dónde viene, pero que me empuja a la superficie. A la vida.
Mi pecho se sacude. El aire entra áspero, forzado por el tubo que tengo en la garganta.
Mis párpados pesan, pero intento moverlos. Una vez. Otra.
Y finalmente, los abro.
—¡Está despertando! —escucho una voz cercana, ansiosa.
La luz me ciega por un instante, blanca, hiriente. El sonido de los monitores se mezcla con pasos y voces rápidas. Intento respirar, pero el tubo en la garganta me lo impide. Siento pánico un segundo, hasta que una voz me calma.
—Tranquila, Valentina. Estás a salvo —me dice.
En segundos unas manos me quitan el tubo enterrado en la garganta y al sacarlo comienzo a toser con fuerza.
—Respira con normalidad. Trata —escucho de nuevo la voz.
Entonces lo veo. Entre la luz y las sombras, un rostro que reconozco incluso antes de enfocarlo.
Tristán.
Sus ojos color miel están rojos de tanto llorar. Tiene la barba crecida y la expresión quebrada, pero cuando me ve, sonríe. Una sonrisa temblorosa, cargada de alivio.
—Amor… —susurra, acercándose—. Estoy aquí.
Quisiera decirle algo, pero todavía no puedo hablar. Solo logro mirarlo, con las lágrimas resbalando por mis mejillas. Intento moverme para abrazarlo pero, mi propio cuerpo me lo prohibe, no me responde.
—Ya está… —dice con voz rota—. Ya estás conmigo.
Y en ese instante, todo el dolor, el miedo, la oscuridad… se disuelven. Estoy viva… he renacido.

Que hermoso capítulo, está para llorar, la mezcla de emociones, súper 💪🏻👍🏻🥰
Tengo ganas de llorar, sólo el poder del amor la trajo de nuevo
Que bonito!!!