TRISTÁN

Habían pasado ya cinco meses desde que encontré a Valentina.
Cincomeses sin dormir bien, sin saber qué pasaría con ella. Cinco meses desde aquella noche en que el director del hospital me dijo, con la voz más fría que he escuchado, que no podían hacer nada más y que su presencia ponía en riesgo a otros pacientes. 

Valentina apenas llevaba una semana de haber sido rescatada. Su cuerpo, débil, se aferraba a la vida con una fuerza que parecía milagrosa y, aun así, querían que me la llevara.

—¿La está corriendo? —pregunté, incrédulo, mientras el director evitaba mi mirada—. Ella está delicada, está en coma… ¿y usted la está corriendo? ¡¿Dónde diablos quiere que la lleve?!

—Donde pueda —respondió, ajustándose las gafas, con esa falsa serenidad que solo tiene quien no se involucra—. Pero tener a la señorita Salamanca aquí pone en riesgo a todo el personal. Ya sabe, puede haber un ajuste de cuentas y terminar perjudicando al hospital, al personal, a los pacientes. Si gusta, podemos tramitar un traslado, si algún otro hospital la acepta, pero… dudo que sea fácil. No queremos problemas.

—¿Problemas? —repetí, sintiendo cómo la rabia me subía por el cuerpo—. ¿Así le llaman a una vida en peligro?

Si no hubiese sido por Moríns, que me sujetó del brazo justo a tiempo, hubiera dejado salir todo lo Ruiz de Con que llevo dentro. Hubiera perdido el control. Pero estaba desesperado. Desesperado por verla despertar, por asegurarme de que respirara, por hacer algo que me devolviera la sensación de control.

Sin un hospital, no había esperanza. Sin esperanza, no quedaba nada; al parecer el hospital tenía una decisión tomada y yo, debía tomar la mía. 

Así que hice la única llamada que sabía que podía cambiarlo todo: a mi padre.

—La trasladamos —dijo, sin dudar, apenas terminé de explicarle la situación.

—Papá… trasladarla cuesta muchísimo dinero —le respondí, agotado, más por impotencia que por preocupación económica.

Lo vi  sonreír a través de la cámara. Luego, con ese tono firme y casi divertido que solo los Canarias saben usar, dijo:

—¿Desde cuándo el dinero ha sido un problema, Tristán?

Y así fue como todo empezó a moverse.

En menos de cuarenta y ocho horas, mi padre aterrizó en México en un avión ambulancia, acompañado de mi hermana Sila y de Karl como apoyo. Moríns y él se encargaron de todos los permisos internacionales, médicos y legales. El traslado fue un acto de fe y de logística imposible. Un rompecabezas de papeleo, diplomacia, riesgo y esperanza.

No obstante, pensé que al llegar a Madrid, al hospital de mi padre, Valentina despertaría.
Que al sentirse protegida y fuera de peligro, algo dentro de ella reaccionaría. Pero no fue así. Permaneció dormida.

Primero pensé que sería cuestión de días. Luego pasaron semanas. Y finalmente, meses. La esperanza empezó a desgastarse, como una vela que se consume sin que nadie sople.

—Está estable, pero no sabemos por qué no despierta —me informaba mi papá, de la manera más paternal que podía, sin perder la seridad de doctor. 

Nos turnábamos para acompañarla. Tazarte, mi madre y mi padre pasaban las mañanas en la sala de cuidados. Yo iba por las noches. Ana Caro me relevaba cuando necesitaba pasar tiempo con Miguel, que después de tantos meses sin mí, me reclamaba con la inocencia de un niño que no entiende la ausencia.

Todos estábamos pendientes de ella. De su respiración, de los monitores, del más mínimo cambio en su temperatura. Era como vivir al compás del bip constante del monitor: una sinfonía de esperanza y miedo.

Hasta que sucedió lo impensable. 

Una madrugada, el sonido del monitor cambió. Los pitidos se volvieron irregulares, caóticos, hasta que un zumbido largo y sostenido rompió el silencio. 

La arritmia. Esa línea recta que separa la vida de la muerte estuvo a punto de quedarse quieta.

Casi me la arrebata. Pero cuando todo se estableció, Valentina despertó. Dejando atrás meses de preocupaciones e incertidumbres. 

Horas después, Karl me explicó lo sucedido. Estábamos en su oficina del hospital, mientras Valentina descansaba en la habitación después de un despertar bastante agitado. 

—El cuerpo de Valentina ha pasado por un estrés físico y emocional extremo —comenzó Karl, con su tono pausado y claro, el de un médico que sabe que sus palabras pesan—. Cuando el organismo llega a ese punto, el corazón puede entrar en una arritmia grave, una especie de cortocircuito.
El ritmo se vuelve caótico, pierde coordinación, y deja de bombear sangre durante unos segundos o minutos. Es como si el cuerpo dijera: “ya no puedo más.”

—¿Y eso fue lo que le pasó a Valentina? —pregunto, con la voz quebrada.

Karl asiente.

—Exactamente. No fue una herida ni una infección. Fue… su propio corazón el que se rindió por un momento. Entre la falta de descanso, el dolor y el trauma, simplemente colapsó.  Sin embargo, volvió, y eso no pasa siempre.  —Hace una pausa, y me mira directamente—. Cuando un corazón decide volver a latir después de eso… normalmente es porque tiene un buen motivo. 

Levanto la mirada, confuso, buscando entender lo que insinúa.

—¿Un buen motivo? —repito.

Karl cruza los brazos, apoyándose contra el escritorio. Su tono cambia, se suaviza.

—Sí, Tristán. —Me sonríe—. A veces el amor también es un desfibrilador.
Y te lo digo por experiencia. Yo lo viví… es como si se reiniciara todo. Esa oportunidad que ruegas que pase. Pocos la tenemos. 

Sonrío levemente, aunque aún siento el corazón en un puño.
Karl me observa con esa mezcla de cansancio y calma que solo los médicos tienen después de una noche eterna.

—Respira, Tristán —dice, dándome una palmada en la espalda—. Valentina está bien. Va a mejorar. Disfruta el momento.

Asiento, intentando creerle.
Entonces, él se acerca un poco más y me abraza con fuerza.
Su voz suena baja, pero firme, junto a mi oído.

—Muchos hablan de la valentía de Valentina —murmura—, pero pocos son los que se van al infierno con tal de rescatar a la mujer que aman. Eso es admirable. Te admiro, Tristán.

Me quedo sin palabras. Solo logro decir:

—Gracias…

El silencio entre nosotros es breve. De pronto, un golpe suave en la puerta nos hace girar.
Una enfermera entra y con una sonrisa que ilumina toda la habitación.

—Tristán, Valentina despertó. —Hace una pausa, y sus ojos brillan—. Preguntó por ti. Quiere verte.

—Gracias… voy enseguida —respondo, apenas conteniendo la emoción.

Me despido de Karl con un apretón de manos, y él asiente, dándome un gesto de apoyo silencioso.
Camino por el pasillo con el corazón latiéndome tan fuerte que puedo oírlo. Cada paso hacia su habitación es una mezcla de alivio, miedo y fe.

Ahora Valentina ya no está en cuidados intensivos. La han trasladado a una habitación privada, porque está fuera de peligro. Ya no necesita asistencia para respirar ni monitores que controlen cada uno de sus latidos.
Pero aun así, verla me da vértigo.

Empujo la puerta con suavidad.
El olor a desinfectante y flores recién puestas me golpea al entrar.
Ella está recostada, con el cuerpo aún frágil, rodeada de un silencio lleno de vida.
Cuando cruzo el umbral, levanta la cabeza con esfuerzo y me ve.
Y entonces sonríe.

Su brazo derecho y su mano están inmovilizados, llenos de vendas y soportes ortopédicos.
Su rostro, aunque sereno, todavía muestra algunas cicatrices recientes, rastros de lo que sobrevivió.
Pero sus ojos…
sus ojos lila brillan como nunca.
Brillan porque me están mirando a mí.

—¡Tristán! —pronuncia mi nombre con un sollozo contenido, y luego rompe en llanto.

Me acerco de inmediato y la abrazo.
Con cuidado, con miedo, como si pudiera romperla solo con tocarla.
Ella se aferra a mí con la poca fuerza que tiene y llora, llora de verdad.
Llora con todo lo que no pudo gritar durante los meses que estuvo atrapada en la oscuridad.

—Tranquila, mi amor… —susurro, acariciándole el cabello—. Ya estás mejor.

—Pensé que no te volvería a ver —dice entre lágrimas, con la voz rota—. Fue… fue horrible.

Le beso la frente, dejando que se desahogue. No hay preguntas, no hay prisa. Sé que lo que vivió no es algo que se supere en semanas, ni siquiera en meses. Así que no le pido explicaciones. Solo la dejo llorar.

—Ya estás a salvo —le digo en voz baja, casi como una promesa.

Ella respira hondo, todavía temblando.

—¿Por qué estoy en Madrid? —pregunta, con la voz débil—. ¿Por qué no me quedé en México? ¿Cómo me encontraste? Y…

Le pongo un dedo sobre los labios, suavemente.

—Tranquila. Todo tiene una explicación, y te la daré, pero ahora no. No te agites.
Todavía te espera una recuperación larga, y quiero que tengas fuerzas para escuchar toda la historia.

Ella asiente despacio.
Sus párpados caen un poco, como si el cansancio la venciera.
Aún así, me sonríe.

—Entonces no te vayas —susurra.

—No pienso hacerlo —respondo, quedándome a su lado, tomándole la mano con cuidado.

Y en ese momento, por primera vez en mucho tiempo, siento que el mundo vuelve a su sitio.
Todo lo que se quebró dentro de mí comienza a encajar de nuevo. Porque Valentina está viva.
Porque me mira. Y porque, al fin… estamos juntos.

Me acerco un poco más, sin soltar su mano. El monitor marca su respiración estable, acompasada con la mía. La luz que entra por la ventana dibuja reflejos suaves sobre su piel.

—Te quedarás conmigo… ¿cierto? —le pregunto en un susurro, y no hablo solo de quedarse en Madrid. Hablo de quedarse aquí, en este mundo, conmigo, en esta vida que tanto nos ha costado.

Ella me mira fijamente, con esos ojos lila que parecen comprenderlo todo. Con la mano sana, temblorosa pero firme, acaricia mi rostro. Su tacto es cálido, vivo, real.

—Lo haré… —responde, con una voz tan suave que apenas se oye—. Claro que lo haré.

Me inclino despacio, temeroso de romper la magia de ese instante. Nuestros labios se encuentran con la delicadeza de quien toca algo sagrado. Un beso breve, tierno, lleno de alivio y promesa. Y en ese beso, el dolor, la distancia, el miedo y el silencio se disuelven. Solo queda la esperanza y  la certeza de que esta vez, todo va a salir bien. 

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