NADIR

No puedo creer que mi padre está muerto.

Ese es el primer pensamiento que me golpea al despertar, aun cuando Amira duerme a mi lado, profundamente, envuelta entre las sábanas como un sueño hecho realidad. Debería estar mirándola. Debería estar pensando en mi esposa, en la mujer que amo, en la primera noche que compartimos… pero no puedo.

Mi mente vuelve una y otra vez a lo mismo:
Mi padre está muerto.

El hombre que me enseñó a caminar entre los pasillos de los hoteles, que me exigió más de lo que jamás pudo darme… ya no está. Y lo peor es que no sé cómo murió. No sé si sufrió. No sé si pronunció mi nombre. No sé si estaba esperando encontrarme cuando la muerte lo sorprendió.

Un nudo amargo me cierra la garganta. ¿Habrá sido Aida? ¿Habría sido Amir? ¿Se trató de un accidente? ¿Una venganza? ¿O acaso… estaba enfermo y nadie me dijo nada?

Cada pensamiento es como una piedra sobre mi pecho. Se acumulan, aplastando la poca calma que podría tener. Me siento dividido: el hombre recién casado que debería estar celebrando una vida nueva… y el hijo que no tuvo la oportunidad de despedirse de su padre. Un hijo que ahora carga con demasiadas preguntas y ninguna respuesta.

Miro a Amira. Respira suave, ajena a mi tormenta. Su presencia debería darme paz, pero la culpa se infiltra como una sombra. Mi padre murió mientras yo huía con ella. Mientras yo rompía con todo lo que él había construido.

Y por un instante, el dolor me carcome. Me pregunto qué habría dicho si hubiese sabido que yo…

—Nadir… —murmura dormida, buscándome entre las sábanas.

Coloco mi mano sobre la suya. Su piel tibia debería traerme paz, recordarme por qué elegí este camino… pero el dolor sigue ahí, clavado como un hierro.

—Amira… —susurro.

Ella abre los ojos lentamente, y me sonríe con esa luz que anoche iluminó cada rincón de mi alma. Fue una noche maravillosa: llena de amor, de ternura, de descubrimientos. Un momento que debería guardar en un cofre, no destruir con la noticia que estoy a punto de decirle.

—Dime… —responde, con la sonrisa aún en los labios.

Trago saliva.

—Tenemos que… regresar al Líbano.

La sonrisa se desvanece de inmediato. No necesita preguntar por qué. Lo vio en mis ojos la noche anterior. Sabe lo que significa.

Sé que le prometí quedarnos unos días más, que le dije que la llevaría a ver a Fátima… pero no puedo quedarme. Mi padre está muerto y yo, como hijo, como hombre, como Khalil, no puedo ignorarlo.

Sin embargo, Amira asiente.

—Lo supuse —dice en voz baja—. No te preocupes. Veré a Fátima después.

Esa comprensión, esa lealtad inmediata, me golpea fuerte. No se queja, no duda, no piensa en ella primero. Piensa en mí.

Suspiro, sintiendo cómo el peso me aplasta.

—¿Sabes lo que significa regresar? —pregunto, mirándola con seriedad—. ¿De verdad lo sabes?

Ella sostiene mi mirada. No hay temor en sus ojos, solo firmeza. Y asiente.

Sabe que volver significa enfrentar el rechazo, la furia, el escándalo… ser señalados, quizá separados por la fuerza. Pero también sabe que no puedo huir del cuerpo de mi padre, del caos que seguro se ha desatado, ni de las consecuencias de nuestra decisión.

—Mientras estés conmigo —me dice, para asegurar lo único que tengo ahora: mi palabra.

Yo deslizo sus dedos entre los míos.

—Siempre… —respondo con convicción. 

La beso en la frente. Porque sé que lo que viene será una tormenta. Pero ella eligió caminar conmigo dentro de ella.

***

El aeropuerto de Madrid está saturado de ruido: anuncios, ruedas de maletas, voces en distintos idiomas. Pero todo eso me llega como desde lejos, como si estuviera detrás de un vidrio grueso. Camino al lado de Amira, sosteniendo su mano, avanzando hacia el check-in como si fuera un autómata.

Entrego los pasaportes al agente. Amira habla con suavidad. Yo apenas si respondo a nada. La máquina imprime nuestras tarjetas de embarque y el agente, sin la más mínima idea de que nuestras vidas colapsan, dice:

—Puerta 32. El abordaje comienza en cuarenta minutos.

Asiento. No tengo nada más que ofrecer.

Atravesamos seguridad. Subimos las escaleras mecánicas, el metal vibrando bajo nuestros pies. Yo trato de pensar, de ordenar lo que siento, pero no puedo. Amira me dice:

—Todo saldrá bien.

Me gustaría creer que todo saldrá bien. Me gustaría creerle a Amira cuando me dice que “solo debemos mantenernos juntos”. Pero tengo la certeza —una que me arde en los huesos— de que no será así.

Estamos a unos metros de llegar a la zona internacional cuando…

—¿Señorita Lafuente? —dice una voz desconocida.

Ambos nos detenemos.

Frente a nosotros hay dos hombres de seguridad privada, vestidos de negro, con placas plateadas colgando del cuello. Llevan auriculares en el oído. No parecen policías. No parecen personal común del aeropuerto. Son demasiado… sincronizados.

Amira se tensa.

—¿Sí? —responde, dando un paso ligeramente atrás.

Instintivamente me pongo frente a ella.

—Acompáñenos, por favor —dice uno, serio.

Mi cuerpo se enciende. El instinto me domina.

¿Qué está pasando aquí? 

—No. —Mi voz suena como un golpe—. Mi mujer no irá con ustedes.

El hombre alza una ceja, como quien observa a un animal que no le teme.

—Señor Khalil —pronuncia mi nombre con una calma inquietante—. Le pedimos que no haga un escándalo.

Eso me basta. Si conocen mi nombre, conocen lo demás. Toman a Amira del brazo. Ella se sobresalta, intenta apartarse.

—¡Suéltenme! ¡Oigan, suéltenme! —grita.

Mi corazón estalla en mi pecho.

—¡Déjenla! —rujo, lanzándome hacia ellos.

Pero antes de tocar a uno, dos hombres más aparecen por detrás. No los escuché llegar. Me toman por los brazos, me inmovilizan con una fuerza que no parece humana.

—¡Amira! —grito, tratando de zafarme.

Ella intenta correr hacia mí.

—¡Nadir! —su voz se quiebra— ¡Nadir, no me dejes!

Mis músculos arden. Logro sacar un brazo, estoy a punto de golpear a uno de ellos cuando—

¡PUM!

Un impacto seco en mi cabeza. Un estallido blanco. El mundo se disuelve. Me desmayo.

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