—No puedo creer que hayan hecho algo así… —escucho la voz de Amira, alterada, casi temblorosa. Suena lejos, como si estuviera bajo el agua. 

Trato de abrir los ojos, pero al principio solo veo negro. Después, el mundo comienza a girar… lento, pesado… hasta que todo se aclara de golpe. La luz del techo.
Una habitación desconocida. Un dolor punzante en la parte posterior de mi cabeza. Parpadeo. Respirar me cuesta.

—Bueno, ¿qué querías que hiciéramos? —responde una voz masculina.

La reconozco, aunque mi mente sigue borrosa. El padre de Amira.

—¿Tal vez que nos avisaran? —espeta Amira, claramente irritada.

Intento incorporarme de golpe. Mala idea. El mundo se me va de lado, como si todo el cuarto se inflara y desinflara.

—¡Nadir! —Amira corre hacia mí.

Sus manos me toman el rostro, su toque firme y cálido me ancla a la realidad. Siento cómo su pulgar roza mi mejilla, cómo su aliento caído de susto me llega al cuello.

—¡Nora, tráeme un vaso con agua! —ordena, sin apartar la vista de mí—. Amor… ¿estás bien?

Cierro los ojos con fuerza, respiro hondo y vuelvo a abrirlos despacio. Esta vez reconozco mejor lo que tengo enfrente. Los señores Lafuente. De pie, tensos, incómodos, preocupados. Y junto a ellos… una mujer un poco mayor que Amira, la famosa Sarahí. La mujer que Canarias rechazó por casarse con otra. 

—Sí… —respondo con voz ronca, esforzándome por incorporarme—. ¿Estás bien? ¿Te lastimaron?

Mi primera preocupación es ella. Siempre será ella. Amira asiente, con los labios apretados de angustia.

—Sí. No te preocupes. Estoy bien —me acaricia la mejilla con suavidad—. Estamos en mi casa. Hace una pausa—. En Madrid.

Sus palabras tardan un segundo en asentarse. Me quedo mirando a los Lafuente, confundido. El padre de Amira suspira, derrotado.

—Teníamos que sacarlos de ahí —explica—. La policía iba camino a la puerta de embarque. Si no interveníamos, los habrían detenido delante de todos.

La madre de Amira asiente en silencio.

Amira se sienta a mi lado en el sofá, todavía sosteniéndome la mano, como si temiera que me desvaneciera de nuevo.

—¿Nos detuvieron ustedes? —pregunto, sin saber si debo agradecer o enojarme.

Sarahí cruza los brazos, altiva.

—Técnicamente no. —Luego, con una media sonrisa: —Pero tampoco es que tuviéramos tiempo de pedir permiso, cuñado.

La palabra me golpea el pecho con extraña fuerza. Cuñado.

Amira aprieta mi mano.

—Nos trajeron aquí porque era lo más seguro —explica ella, con voz suave pero firme—. Porque… hay una situación. 

Sus ojos, llenos de amor y miedo, se clavan en los míos.

—Una situación… fuerte—susurra.

—¿Fuerte? —Veo al padre de Amira—. Si es porque rompimos la alianza, déjame decirle que Amira… 

Sarahí deja caer la bomba como si anunciara el clima.

—El Líbano piensa que tú mataste a tu padre.

La habitación se queda sin aire.

—Sarahí —la reprende su madre con una severidad que hace que incluso yo, que no soy su hijo, enderece la espalda.

Pero ya está dicho.

—¿Qué? —pregunto, sin comprender lo que mis oídos acaban de escuchar. Siento cómo el mundo se me mueve bajo los pies, pero no me permito caer.

El padre de Amira se acerca despacio. Un hombre firme, acostumbrado a ver la verdad en los ojos de otros. Me mira sin parpadear.

—¿Mataste a tu padre, Nadir?

—No. —Mi respuesta es inmediata. Nítida. Firme. Sin titubeos.

Porque es la verdad. Pero sé que la verdad, en este mundo, a veces es lo que menos importa.

El señor Lafuente se vuelve hacia Sarahí. Ella levanta una ceja, desafiante, como si estuviera acostumbrada a ser la hija incómoda, la que habla antes de tiempo.

—Sal por favor —le dice él.

—Pero papá… yo soy…

—Sal. Estas conversaciones son para mujeres casadas.

Sarahí frunce los labios. Se nota que no está acostumbrada a que la excluyan. Su ego choca con la autoridad de su padre, igual que una llama choca con el viento.

—No hay nada que haya hecho Amira que yo no sepa —responde, cruzando los brazos.

Es una provocación. Un desafío. Un recordatorio de que en esa familia, ella es la lengua afilada, la que no calla.

El padre de Amira no se inmuta.

—Sal —repite, sin elevar la voz. Y es justo eso lo que hace que todos entendamos que no habrá réplica.

Sarahí aprieta la mandíbula, lanza una mirada de indignación a todos, especialmente a mí, como si yo fuera la razón por la que la están echando. Luego sale del cuarto dando un portazo silencioso, pero lleno de intención.

Cuando se va, el silencio pesa. Denso. Aplastante.

El padre de Amira regresa su atención hacia mí. Siento el peso de su autoridad clavarse en mis hombros, mientras el miedo que vibra en la mano de Amira —aún entrelazada con la mía— me recuerda todo lo que está en juego.

—Dime… —comienza él, con una discreción casi solemne—, ¿has concretado tu matrimonio?

El aire se detiene.

Vuelvo mi mirada hacia Amira. Sus mejillas se tiñen de un rubor suave, pero no baja la mirada. Esta mañana, antes de salir al aeropuerto, guardó en su bolso la prueba física —la más antigua y cruel de las pruebas— que en su mundo certifica que un matrimonio ha sido consumado.

Ahora, al escuchar a su padre, abre la bolsa con manos pequeñas pero firmes y extrae el trozo de sábana manchado.

Lo sostiene unos segundos, como si pesara más que todo el equipaje que trajimos juntos desde Madrid.

El señor Lafuente lo observa en silencio. No hay morbo en su mirada, solo solemnidad… y alivio.

—Es mi mujer —declaro, con voz firme—. Bajo todas las leyes.

—Casi todas… —murmura mi suegra, sin veneno, pero con la resignación de quien hubiera deseado una ceremonia religiosa.

El padre hace un gesto, pidiéndole a Amira que guarde la prueba. Ella la dobla con cuidado y la esconde de nuevo en su bolso. Entonces él suspira, se pasa una mano por el rostro y finalmente formula la pregunta que ha estado temiendo.

—¿Planearon el asalto al hotel para escaparse?

—No —respondemos los dos al mismo tiempo.

Una negación unísona, desesperada, sincera. Pero el golpe no es la pregunta… es la palabra. Asalto.

—¿Asalto? —repito, sintiendo cómo la sangre abandona mi cara.

El padre de Amira frunce el ceño. Mi respiración se corta.

Amira aprieta mi mano. En su mirada leo que no comprende nada. 

El señor Lafuente continúa:

—Hubo un robo. Varias habitaciones saqueadas. Disparos. Un mesero muerto. Y… —baja la voz, como si pronunciarlo fuera un sacrilegio— tu padre asesinado.

El mundo se me hace pequeño, demasiado pequeño para contener tanto horror.

—No —susurro—. No… nosotros no tuvimos nada que ver.

—Lo sé —dice él, mirándome con gravedad—. Pero ellos  creen que sí. 

Amira se cubre la boca con una mano, como si acabara de ver una tragedia antigua repetirse ante sus ojos. Mi suegra aprieta su rosario. Y yo… yo siento cómo la culpa ajena, el destino infame y la sombra de mi familia me envuelven como una red.

—Ustedes… —continúa el señor Lafuente— deben contarme todo. Absolutamente todo. Porque si regresan, no habrá juicio. Solo castigo.

El silencio cae como una sentencia.

Es entonces cuando lo entiendo: No solo soy un hombre acusado.
Soy un hombre perseguido.

Y Amira… mi esposa… está atrapada en mi misma condena.

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